Kyra Kyralina y El tío Anghel, de Panait Istrati (Pre-Textos) Traducción de Marian Ochoa de Eribe | por Juan Jiménez García
La literatura centroeuropea siempre tuvo una cierta tendencia a la novela de formación. Tal vez sea una cuestión de destino, una palabra bien presente en el devenir de todos aquellos países, atravesados por las corrientes de la Historia llegadas de todos los frentes, de cualquiera de sus fronteras. Cómo escapar a la idea de destino (incluso a la idea de destino trágico) en esos lugares líquidos, de formas imprevisibles. En Panait Istrati esa idea de destino se amalgama sin solución a la de fatalidad. La vida queda convertida en poco por el más triste azar. Un encuentro desafortunado es suficiente para acabar con una infancia o una vida piadosa, y Dios está en todas partes pero no se le encuentra en ninguna. En un mundo sin fronteras (y que tremendamente irresistible es ver como las personas pasan de un país a otro de un mundo a otro sin encontrar fronteras ni límites, ya sea de Rumanía a Grecia, de Grecia a Turquía, de Turquía a Líbano), lo que parece inabarcable al final se convierte en un mundo en el que todas las lenguas y lenguajes se resumen en uno más íntimo, diría trascendental.
Por eso, en estos trípticos de Istrati, en los que los relatos se hibridan entre ellos, en el que una vida lleva a otra vida, y esa a una más (sin que dejen de ser únicas), encontramos algo así como una forma necesaria para contar (y contar es una palabra tristemente en desuso) ese habitar en un mundo en el que se tiene todo, no se espera nada y llega lo peor. Los infiernos de Stavros o el tío Anghel, sus interminables travesías del desierto en la más completa oscuridad, se convierten en narraciones fabulosas para describir un tiempo, un mundo en descomposición, en el que aún queda lugar para la esperanza si somos capaces de desprendernos de todas las capas absurdas con las que nos hemos ido abrigando, hasta retornar a una cierta pureza, en la que el cuerpo abandona el cuerpo y la mente se queda ahí, insistente.
Así, la historia de Stavros, su infancia, la búsqueda de su hermana Kyra, se convierte en una tragedia de proporciones solo comparables con la del tío Anghel, el relato de unos paraísos perdidos y unos ángeles caídos (y arrastrados por el suelo). Unos paraísos perdidos que ya no eran tales. Porque Stravros acabó por añorar aquellos tiempos en los que su padre le pegaba palizas a su madre y Anghel a aquella mujer bella pero con un irremediable gusto por dormir. Una sola certeza: lo que va mal puede ir peor. Y también que siempre hay algún momento para la esperanza. Entonces uno piensa en el propio escritor, en Panait Istrati. Un escritor que solo estudio cuatro años en su vida y que fue vagabundo y mil cosas más. Y que salió de Rumanía para ir a París. Y allí fue reconocido y rechazado. Piensas que su vida no debió de ser muy diferente a la de sus protagonistas, y que solo cambia las formas y maneras en las que se materializa el destino. Y que ya sean los sultanes o la guerra, las aguas del Danubio o los intelectuales franceses, ya sean los latigazos o el desprecio, Dios o el comunismo, el hombre no deja de estar a merced de cualquier cosa, cualquier azar, tan poco como somos. Y todo se resume en sobrevivir e intentar mantener una cierta coherencia en un mundo cambiante e inestable.