Dadas las circunstancias, de Paco Inclán (Jekyll & Jill) | por Óscar Brox

Paco Inclán | Dadas las circunstancias

Siempre tengo la sensación de que las novelas de Paco Inclán -aunque me gusta más decir los artefactos– mantienen una serie de conexiones subterráneas, literarias y hasta espirituales que, a su manera, las hacen inseparables. Forman parte de un gabinete de curiosidades, de una crónica de viajes sedentarios (esto último se lo leí hace un rato al propio autor) y de un gusto, más bien literario, por embellecer la anécdota hasta convertirla en un signo de cultura. En un vestigio. O, ya que estamos, en una tentativa de abarcar las cosas más comunes desde otros ángulos. A Jean Echenoz, por ejemplo, le preocupaba más construir a Ravel a partir de su obsesión por comprobar que había cerrado la llave de paso de su casa que a través de las partituras que compuso; al fin y al cabo, esto último está al alcance de cualquier estudio. Y algo así sucede cuando nos sumergimos en la primera miniatura de Dadas las circunstancias, en la que las cuitas en torno a la existencia (o la trascendencia de Plutón) se entremezclan con el recuerdo de Roque Dalton en una taberna checa, en medio de una conversación en otro idioma con Hesel, autor enano. Así, uno tiene la sensación de que Inclán nos conduce por cada recoveco de la historia, aglutinando gestos, detalles y cosas, como una especie de ruido de fondo, que paulatinamente dibujan un paisaje. Un paisaje marciano, pero al que nos agarramos como si se tratase de la traducción más cercana de aquello que nos conmueve. A esto suena Taberna, de Dalton, podría decir mientras trata de descodificar la sonrisa del enano Hesel en una mesa del U Fleku.

De Chequia pasamos a Cuba, Islandia o Sant Pau D’Ordal. A Inclán en busca de un chiste perdido en una Habana en la que se habla valencià y la hija del Che dicta una de tantas hagiografías en torno a la Revolución. Aquí hay un chiste asesino, como en el sketch aquel de los Monty Python, un barrido por la geografía cubana, ficción que parece una autoficción que parece una ficción, encuentros culturales y genealogías del chiste, alguna que otra recensión sobre la obra de Julián del Casal y una pizca de sexo para desengrasar la aventura. O para unir dos latitudes, dos idiosincrasias, en lo que dura leer un ejemplar de la revista Bostezo. Inclán siempre está ahí para sacar punta de la ocurrencia y brillo a lo insignificante, dejando que hablen las ruinas de una librería de viejo, que se critique con resignación el establishment que solo cree en la lectura del Granma y de José Martí o que un viaje a Cuba se convierta en toda una psicogeografía por una ciudad permanentemente atrapada en sus contradicciones.

No sé si fue por culpa de Los amos locos, de Jean Rouch, que me volví un hooligan de las etnoficciones y me pasé unos cuantos años con la idea de trabar contacto con otra cultura, más bien perdida, más bien olvidada, en busca de ese shock cultural que se produce cuando te topas con algo que apenas se ha estudiado, articulado o encadenado a una explicación. Todo esto viene a cuento del erromintxela, las lenguas nómadas y ese otro capítulo en el que Inclán narra el encuentro improbable con el último hablante de una lengua mezcla de euskera y romaní. O el periplo en dirección a Llodio para una improbable entrevista con el último superviviente del erromintxela. De Inclán me gusta ese gesto un poco autorreflexivo, otro poco irónico, de preguntarse y preguntar abiertamente por sus formas heterodoxas. En lugar de pasar el peaje de la Academia, del estudio -bostecemos- riguroso y bla, bla, bla, convierte cada historia en una microaventura, dejada de la mano de Dios y a merced de un ambiente más propio de Livingstone que de un Departamento de Filología; entre barro, frío, aire y bosques, pero sin un ápice de épica. Más bien, como un anticlímax que no necesita de desenlace para convencernos de que, al final, lo importante era la ocurrencia. Como cuando lees una plaquita ubicada en algún lugar ignoto y te da por imaginar qué puñetera historia te ha conducido hasta allí. Lo de menos, en definitiva, es si es verdad o no. Para eso está la ficción, ¿cierto?

Total, que Inclán nos transporta durante todo el libro por diversos estados. Hay capítulos, como el dedicado a Arnau de Vilanova, que duran lo que una carrera desesperada hacia el lavabo cuando vas de vientre. O lo que abarca una graciosa confusión etimológica con la fortuna de un término como escatología (la e, en este caso, no es baladí). De ahí a esa lengua-territorio que es el Esperanto, a una exaltación de Veracruz o, mi favorita, la historia en la que un banquete de comida se entremezcla con la crudeza de la proyección en vídeo de una guerra que no cesa. Esa misma a la que los estómagos agradecidos hacen oídos sordos mientras el mundo mira en cualquier otra dirección.

Y así, un poco por muchas cosas, uno llega a la última página de Dadas las circunstancias con la impresión de que Paco Inclán es un heterodoxo, un viajero sedentario o un aspirante a la logia del OuLiPo, si es que algún día le da por jugar con las palabras, además de con las anécdotas, y el orden del discurso. Mientras eso sucede, lo mejor es releer cada una de las piezas de ese gabinete de curiosidades que aloja en las páginas de su obra. De una obra capaz de saltar, de psicogeografía en psicogeografía, enseñándonos sus entrecruzamientos con la ficción, la autoficción y la etnoficción, con esa gracia con la que se saca brillo a lo insignificante. Que, como si hiciera falta volver a decirlo, en verdad es lo más valioso de las cosas.


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