El declive, de Osamu Dazai (Sajalín) Traducción de Marina Bornas | por Óscar Brox
Japón, 1947. El imperio se resquebraja tras la derrota contra América. Y esa brecha provoca una división todavía más acentuada entre las clases que componen el país. Con una salvedad, pues la aristocracia sufre una agonía de la que no volverá a recuperarse. Repudiada, casi perseguida, por la gente de abajo; por ese pueblo que convive con una realidad cada vez más sórdida. En la que el ventajismo, la violencia y la falta de escrúpulos describen el ambiente de aquellos que, tras la tempestad, intentan levantar cabeza. El declive fue una de las novelas más populares de Osamu Dazai, quien poco después de su publicación decidió acabar con su vida. Resulta tentador, en este sentido, buscar en esta obra señales de su destino fatal; quizá, también, equivocado. No en vano, el de Dazai es un libro en el que, por encima de cualquier otra cosa, se manifiesta un síntoma de rebelión. De violencia contra el sistema que, a la postre, había conducido a Japón al fracaso.
Kazuko, la narradora de El declive, nos introduce en el universo cerrado de su vida familiar. Divorciada, cuida de una madre enferma y de un hermano alcohólico y drogadicto traumatizado por su participación en la Guerra. En su intimidad, sin embargo, se abandona al recuerdo de un amante fugaz, al temor frente a una sociedad machista y, sobre todo, a una época de carencias que ha liquidado la comodidad con la que vivieron durante años. Y es que Dazai se las apaña para explicar a través de las desdichas de Kazuko las brechas de su país. El paso traumático que conduce a la protagonista y a su madre a una casa fuera de Tokio, sin los mismos privilegios a los que estaban acostumbradas; la situación delicada de sus finanzas, controladas por el tío de Kazuko; o la volcánica irrupción de Naoji, su hermano, que tras su personalidad brutal esconde un rosario de cicatrices.
Dazai ataca cada uno de los temas sin minimizar su impacto; a veces, hasta rozando su sensacionalismo. No perdona la moral rígida de la sociedad japonesa, capaz de repudiar a la mujer madura por haberle pasado la edad de ser madre. Condena que se cree la figura de la concubina para no utilizar la palabra amante. Y, en fin, razona el comportamiento perverso de una juventud arruinada entre locales nocturnos y drogas, que no se vio con fuerzas suficientes como para subvertir la herencia que su maltrecha dinastía familiar les había negado. De ahí que El declive sea una novela furiosa, a ratos salvaje, en la que su autor caricaturiza y lleva al límite todo aquello que era común en su momento, todo aquello que formaba parte de su entorno, para pedir (casi a voz en grito) un necesario cambio de paradigma. Una rebelión, un órdago. Un golpe directo a la sociedad que le daba la espalda.
En El declive abundan los personajes babosos y siniestros, desde ese médico de provincias que atiende, entre bromas, a la madre solo para advertir su cercana muerte hasta el escritor fracasado, ebrio de mujeres y vanidad, al que Kazuko trata de arrimarse para escapar de los límites de su hogar. Por mucho que, como señala Dazai, existan pocas salidas de emergencia. De ahí que sus personajes huyan de una realidad devastada para caer en otra. O si no, para dejarse llevar por la melancolía, como ese Naoji que reconoce antes de su suicidio la inmensa infelicidad que le ha llevado hasta esa decisión final. A ese golpe contra un órgano familiar que Dazai machaca sin piedad. Al que apunta con el dedo cuando Kazuko queda embarazada de un hombre que no la aceptará jamás, que la repudiará como a otra concubina más. Cuyo hijo, sin embargo, es para Dazai la semilla de una futura revolución. El disparo contra las débiles estructuras de la sociedad japonesa. El paradójico rayo de esperanza nacido en la más sórdida de las realidades.
La de Dazai es una novela al borde del colapso, de esas que parecen escritas a las puertas del infierno, en la que, sin embargo, brota una especie de convicción en el porvenir. En la seguridad de Kazuko de que ya ha atisbado el fondo del barril, el final de un mundo. El dolor, la vergüenza y la violencia. Y lo que queda consiste en devolver el golpe. Construir otra sociedad, sin la costra de las clases que la llevaron hasta el precipicio, en la que la férrea moral tradicional no sea otra cosa que la señal de aquello que se consumió en el fuego. Como ese hogar, metáfora del Japón del imperio, cuyas desventuras contemplamos arder durante la novela.
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