En la pérfida tierra de Dios, de Omar di Monopoli (Malas Tierras) Traducción de Guillermo Pérez | por Óscar Brox
Chatarra. Desierto. El rincón más perdido del Taranto italiano conquistado por el Mal. Tanto, como para alcanzar el nivel freático. La escritura de Omar di Monopoli no da lugar a demasiadas esperanzas: es robusta, a imagen y semejanza de esos hombres marcados que pueblan la novela, cuya violencia convierte en un ejercicio de orfebrería literaria; es irónica, porque bebe de unos cuantos personajes y rasgos propios del neorrealismo para transformarlos en monigotes disparatados; y es, pese a todo, tradicional, porque la historia que explica está marcada por el pathos, el honor y la afrenta de unas criaturas que no contemplan otra cosa que matarse entre ellas. Hasta que no quede nadie.
Resumamos. Rocca Bardata es un lugar maldito. De un lado, el crimen lo utiliza como centro de operaciones, entre el tráfico de drogas y el de residuos. Mierda y mierda. Del otro, el fanatismo religioso lo quiere vender como la versión patética de Lourdes. Don Nuzzo, que de santo tiene poco y de milagrero todavía menos, ha convertido el negocio de curar a los desamparados en otra forma de extorsión. De violencia. En definitiva, de horror. Y di Monopoli disfruta explicándonoslo casi tanto como esos reporteros televisivos que de tanto en tanto aparecen en la novela para desmontar la farsa de Nuzzo. La tremenda afrenta que está produciendo no solo en el pueblo, también sobre esa iglesia que se muestra connivente con sus prácticas. Frente a ese mal, digámoslo así, sistematizado, están Tore Della Cuchiara y sus dos hijos. Tore es lo más parecido a un ídolo caído, traicionado por su socio, Carminí, y por un fatum que ha jugado con él con el capricho de una tragedia griega. Su regreso a Rocca Bardata, por tanto, no puede ser más explosivo. Como un perro rabioso. Ese mismo cuyas partes traseras figuran en la portada del libro.
Di Monopoli conduce el relato saltando entre el antes y el ahora, no tanto para reconstruir los hechos sino, más bien, para llevar el relato hasta su punto de ebullición. No bastan los cientos de tiros que se disparan. Hace falta algo más grande: sangre, sudor y vísceras. Honor. Un gran incendio. Una gran violencia que, en forma de metonimia, capture el espíritu y la singularidad de la naturaleza humana en una región perdida de la Apulia italiana. No en vano, el autor introduce unos cuantos datos, planta un territorio, unas costumbres, unas tradiciones que sirven de andamiaje a la descabellada violencia con la que sus personajes intentan dirimir sus diferencias. Bellas y desquiciadas. Bellas y terminales. Como si di Monopoli asumiese el papel del último cronista del noir mediterráneo. Ese que cree en la carne y la palabra, que se escribe desde las entrañas y no desde los datos o la instantánea política. Que habla de hombres y monstruos, si es que a veces unos y otros no aparecen confundidos, de amores que rebasan el límite y de transgresiones, especialmente religiosas, que podrían copar cientos de telediarios.
Y, con todo, a En la pérfida tierra de Dios no se le puede negar un peculiar sentido del humor. Esa extraña ternura con la que narra las correrías de Gimmo y Michele, hijos de Tore, en el submundo criminal; tampoco un desesperado aliento romántico, en las pinceladas con las que reconstruye el amor entre Tore y Antonia; menos aún, esa forma tan traviesa de jugar con la violencia hasta dejar que brote la parodia, un gore que salpica inteligentemente sobre ese neorrealismo al que, en fin, di Monopoli tal vez solo pretende satirizar. Como si, más que una época o un momento histórico, se tratase de un decorado. Moralina de cartón piedra. Combustible para alimentar el gran fuego que, en un momento de la novela, consumirá la casa de Tore.
Apenas hay lugar para el bien o la esperanza en la novela de di Monopoli. En otra época (si Julián Herbert no hubiese hecho ya el guiño posmoderno), se podría haber titulado Quiero la cabeza de Tore Della Cucchiara. Pero es justo señalar que la escritura de di Monopoli vuela a bastante altura con respecto a la parodia, la broma o la colección de guiños. Que sus sulfurosos protagonista, desde la torva Sor Narcissa hasta ese gánster, Carmine, que solo ha querido alcanzar la cumbre, despiertan una extraña desesperación en el lector. Un cansancio. Un hastío proyectado hacia un lugar, un espacio geográfico y moral, vencido por la corrupción. Lo que decíamos: el Mal ha llegado hasta el nivel freático. Y, la verdad, no cabe otra imagen mejor para describirlo. Por eso, su lectura, que combina momentos rocosos con otros de innegable estilo cinematográfico, nos regala algo parecido a una tragedia con pistolas y cualquier arma que sirva para matar. Un western que va más allá de su categoría, desde luego, en el que el amor, la violencia, la degradación y la afrenta se entremezclan y desbordan en cada una de sus páginas. Como si fuera la última vez que leyésemos algo así.