Todas las veces que el mundo se acabó, de Olalla Castro (Pre-Textos) | por Gema Monlleó

Olalla Castro | Todas las veces que el mundo se acabó

El final es una certeza. El final de. Me aferro a los principios, a los inicios, pero a todo comienzo le sobreviene, indefectiblemente, un final. Quiero creer en lo infinito, pero la finitud siempre se impone. La finitud de. Releo estos días Todas las veces que el mundo se acabó, el poemario de Olalla Castro (Granada, 1979) que ganó el II Premio Internacional de Poesía Ciudad de Estepona, y regreso a todos los finales, a todas las formas de los finales, a las aristas de los finales desde/con el lenguaje poético de Castro al que tan cercana me siento (“saber que morirás, / y sin embrago, / acudir puntual a la batalla”). 

Como en el poema Hic sunt dracones busco monstruos, dragones, peces con diez ojos, serpientes marinas y pulpos con cabeza de titán que certifiquen el lugar del fin, el de la cartografía vacía, el del límite traspasado (polisemia), el del más allá de. Y como en Hic sunt dracones recuerdo que la representación del final es sólo un elemento contra la ansiedad, que el querer palpar las fronteras no es más que la utópica búsqueda de un no-lugar más confortable “como si todo lo que asusta / no estuviese ya aquí”. Castro, zahorí de finales, lista en poemas los diferentes apocalipsis que nos fueron malditamente regalados (las plagas de Egipto, el vértigo de Ushuaia, las predicciones nostradamunianas, las leyendas épicas de “golpe-pisada-grito”, el big-bang) y me hace sonreír con la estúpida pretensión humana de preservar las semillas en una cúpula en el centro de la tierra ¿a salvo de qué? ¿a salvo de quién?: “moriremos dejando lo que fuimos / un puñado de huesos sin plantar”.  

Fragilidad vs fragilidad vs fragilidad. Fragilidad de fragilidades. Fragilidad ineludible. Fragilidad tatuada. Fragilidad inherente. Fragilidad perenne. Fragilidad áspera. “Regresa al hueso-grito, / al quejido-caverna / donde fuiste engendrada”, regresa y recoge: dolor-raíz, palabra-serrín, “cuerpo-enjambre”. Fragilidad de potrillo que no alcanza a erguirse, fragilidad de verbo talado, fragilidad escapista: “inventamos la palabra, / círculo de sal, / para ahuyentar a los muertos / que volvían de noche / a acariciarnos las manos”. Escribir, nombrar, dar(nos) voz para decir(nos) lo frágil (“un agitar de alas y su eco”). Coronar(nos) en iluminar, desde el signo hablado, la muerte que embiste, el canto y la danza de todos los sacrificios (“una música de huesos y semillas, / como un arrullo, suena”), la ofrenda (“escucha: / siempre hay algo quebrándose / en la lengua”) de la sangre en la boca (“tal vez no nazca el bosque / donde acaba la lengua”). Cosmogonía de verbos en Castro para nombrar la certidumbre del borde, de lo que queda atrás, de las distancias, del deseo de sustituir la rotura por la elasticidad cimbreante del bambú. Fragilidad y fin: leo, aspiro los versos, busco el (mi) lugar de la dilatación evitando (quimérica) el desgarro (“pronunciar el conjuro / para buscar un nombre / a los dioses sin ojos”). Saboreo la (mi) oscuridad y quiero (con Castro) “preguntar a los dioses / quienes somos, / por qué nos invitaron a morder”. Y regreso al principio, al principio de los principios, al principio que me enseñaron de pequeña, al principio del jardín de los jardines, al principio del árbol de ese jardín, y grito -enloquecida y frágil- “por qué nos invitaron a morder”, “por qué nos invitaron a morder”, “por qué nos invitaron a morder”. 

Fragilidad. Fin. Realidad. Universo. Bosque. “Apilar troncos muertos en los nombres”. Y el amigo Wittgenstein, de fondo, ¿trinchera en el frente?, susurrando un versículo de su Tractatus(*): 5.6: “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. Duele la carne, duele la historia de la carne, duele la historia nombrada de la carne. Carne-culpa. Carne-materia. Carne-estirpe. Carne-memoria. “La vida nació del olvido / y sobre él se construyó despacio, / pez a pez, insecto a insecto, / ave a ave, mamífero a mamífero”. Castro transita la historia (“nuestra historia es la historia / del avance del daño”), el catálogo de violencias que nos precede (“la belleza siempre tiene / voluntad de adentrarse / y, allí donde hay dolor, / hinca su filo”) y acusa (“¿qué pasa con lo manso / que queríamos ser y nunca fuimos?”) y denuncia (“todo el que no quiso / rezar con nuestra lengua, / en nombre de Dios, fue exterminado”) y señala (“es esta culpa nuestro único hogar”). Y, desde esa herida, “nido-volcán-hierba-pelaje”, me alzo buscando los límites del horizonte. No hay fin visible en el fin, “empezó el relato en la caída / y todo lo que la explica es una niebla”, no hay margen tras la línea, no hay mapa -hoy- con dragones como espejismo de vida. No hay nada tras el límite del límite. El límite del límite es un abismo concéntrico. El horizonte abis(m)al del daño primigenio. 

Los poemas de Castro en Todas las veces que el mundo se acabó supuran dolor existencial (“como si viniese la muerte / a restaurar el mundo”) y silencio (“es posible / que toda esta muerte / no haga ruido?”), el silencio del tiempo detenido para ser sólo verso-instante-piel, el silencio de las grietas, el silencio de lo sumergido. El silencio del final. El silencio de la muerte. El silencio del pasado ya mudo. El silencio de la invisibilidad (“aquellos que no hablan / galopan en manada / y, con una lengua rosa, para limpiarse, lamen”). Somos todas las muertes preexistentes, las muertes-alimento del ser-cuerpo-conciencia (“la boca abierta y blanca / como un crisantemo”), las muertes que -hoy- (me) acechan en este agitar(me) que (me) pesa en los brazos: polvo de huesos (“esto roto que somos”) y vértigo que lastra (“qué risa vegetal nos treparía el vientre”). 

Simbolismo de adioses y miedos, tapiz de finitudes, tamiz de intuitos al cofre abierto (“lo afilado, sobre nosotros, / alarga su sombra”) en poemas que brotan en racimos -génesis exponencial- y que culminan en un espacio íntimo -poemario matrioshka- con el quicio abierto: último reducto de las sombras (“a veces es un vórtice el miedo / removiendo la tierra”), última esperanza para el devenir -¿privado, social, político?- de otro principio (“era esto el amor una / caída”). 

“Y, sin embargo,
sé que sobre mi techo
se abre el cielo
como una fruta fresca.
En este mismo instante,
se derrama su jugo
sobre alguien
que no soy yo.” 

(*) Tractatus Logico-Philosophicus, Ludwing Wittgenstein 


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.