Space invaders, de Nona Fernández (Minúscula) | por Gema Monlleó

Nona Fernández | Space invaders

No todos los invasores vienen de fuera.  

A veces están aquí, al ladito, esperando el momento de la colonización forzosa. 

Santiago de Chile, 1980. González, la niña del bolsón de cuero que se hinca besando su dedo pulgar frente a la estatua de la Virgen del Carmen al entrar en el colegio, responde presente cuando escucha “su nombre pronunciado bajo los bigotes negros del profesor”. González, Estrella González, la niña que vive con diversas apariencias en el recuerdo y los sueños de sus compañeros de clase (“los sueños son diversos, como diversas son nuestras cabezas, y diversos son nuestros recuerdos, y diversos somos y diversos crecimos”). 

Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971) recrea en Space invaders la dictadura de Augusto Pinochet en los recuerdos de unos niños que, pese a sufrir sus consecuencias, apenas comprendían lo que estaba sucediendo. Un ejercicio de memoria desde la inocencia de unos locos bajitos. Un abanico de sutiles melancolías desde un hoy sin fecha (“desde las sábanas sucias que delimitan nuestra ubicación actual”) hacia el ayer de entonces.  

Bustamante, Riquelme, Donoso, Zúñiga (que casi llega a primer amor) y Maldonado (amiga íntima y epistolar) son los compañeros de Estrella González en el liceo del barrio Avenida Matta. Niños que se alinean en estricta formación militar en un colegio formador y vigilante en el que cada día se rinden honores a la bandera. 

“Nos han ordenado uno delante del otro en una larga fila en medio del patio del liceo. A nuestro lado otra larga fila, y otra más allá, y otra más allá. Formamos un cuadrado perfecto, una especie de tablero. Somos las piezas de un juego, pero no sabemos de cual.” 

En esta nouvelle de fragmentos, de voces, de recuerdos desde cada uno de los niños, Fernández intercala cartas. Son las cartas que González le escribía a Maldonado, cartas de niñas mejores amigas, cartas de “no dejes de escribirme y no me olvides por favor”. Cartas en las que la voz de González revela desde sus diez años la compre(h)ensión de su mundo: un padre carabinero a quien un “accidente de trabajo” dejó manco, un hermano muerto que ostenta el récord inalcanzable en el juego de los marcianitos del título, un embarazo de riesgo de su mamá y esa necesidad infantil de agradar y complacer en casa. González, la niña de la letra grande y gorda que firma con una ★. 

Ella es el vórtice alrededor del cual se generan como círculos concéntricos la memoria distorsionada, a veces inventada, de sus compañeros. Sin verdad absoluta que apuntale o refute aquella realidad los hoy ya no niños regresan a aquellos momentos desde el cariño nostálgico y tal vez desde un deseo de, en lo que eran sueños, no despertar. 

“Con la mano derecha, todos al mismo tiempo, nos persignamos mirando la imagen de la Virgen del Carmen que está arriba de la pizarra, justo por sobre nuestras cabezas (…). Nuestras voces a coro en un rezo idéntico al de ayer y al de anteayer y al de mañana.” 

Entre las estampas escolares Fernández va revelando el contexto político del momento con pinceladas de realidad: el magnicidio del presidente Frei Montalva, las manifestaciones contra Pinochet, el asesinato de Tucapel Jiménez, la Marcha del Hambre, el Caso Degollados… Noticias de periódicos que “se encuentran archivados en la biblioteca del liceo, dispuestos en una carpeta gruesa en el estante número cuatro del tercer pasillo”. Oscuridad para unas noticias que los niños no deben, todavía, leer. Oscuridad como la que aprovechan los niños para explorar los límites de su cuerpos (“entonces aprovechamos los últimos segundos del juego y vienen los abrazos, los ahogos, los apretones, las lenguas que lamen y que buscan y que no hablan, porque aquí no hay palabras, ni nombres, somo solo un cuerpo de muchas patas y manos y cabezas, un marcianito del Space Invaders, un pulpo con brazos de varias formas que juega este juego a oscuras que está a punto de terminar”) mientras los padres, sentados en los pupitres infantiles, acuden a la reunión de apoderados en el colegio. Oscuridad en las respuestas de los profesores ante el significado de “meterse en política” que nadie osa responder. 

Oscuridad. No es baladí que Fernández haya escogido una cita de La cámara oscura de Georges Perec como epígrafe del libro. 

“Tomamos distancia, ponemos el brazo derecho en el hombro del compañero de adelante para marcar el espacio justo entre cada uno. Nuestro uniforme bien puesto. El último botón de la camisa abrochado, la corbata anudada, el jumper oscuro debajo de la rodilla, las calcetas azules arriba, los pantalones perfectamente planchados, la insignia del liceo zurcida en el pecho, a la altura correcta, sin hilachas colgando, los zapatos recién lustrados.” 

Santiago de Chile, 1985. Y González que no regresa al liceo. González que deja vacío el banco de la última fila. González que escribe a Maldonado “mi papá ha tenido algunas complicaciones en su trabajo y por seguridad debemos hacer un traslado”. González que, aunque no comprende, se preocupa por la detención de los papás de Zúñiga. González, que ya no se persignará frente a la estatua de la Virgen del Carmen. González que deja en legado el récord de su hermano en el score de los space invaders.  

Y el despertar de la conciencia política en los niños (“todos recordamos que de golpe aparecieron ataúdes y funerales y coronas de flores”), el salto de las matemáticas a la calle, la agresión de las palabras (todavía para ellos) sin significado: degollados, en los quioscos, en la mesa del comedor de casa, en la televisión, en la carpeta gruesa y oscura del estante número cuatro de la biblioteca, las palizas en las concentraciones estudiantiles, las llamadas anónimas en las casas, el miedo a las patrullas, las torturas (“una noche, a la salida de su trabajo, la mamá de Riquelme fue secuestrada. Doce horas después la soltaron. Traía sus pezones cortados con una hoja de Gillette en forma de cruz”), los funerales de profesores, estudiantes, curas, periodistas… El despertar a “un combate naval destinado al fracaso”, el despertar al horror de la dictadura. Niños que ya no volverán a ser niños: “un ejército de adolescentes, punta de lanza barata con apellidos de mierda, provenientes de un liceo de mierda”. 

Y la firma en la última carta “Te quiero mucho y te extrañaré más. Por favor no me olvides. Tu amiga para siempre, .” 

Novela no tópica de iniciación, espejo del dominio del gobierno de Pinochet (y extrapolable a cualquier régimen dictatorial) de las vidas cotidianas, de los sueños y recuerdos, de los juegos y los cuerpos de aquellos niños, reglas de hierro que aprisionan la ilusión de la juventud, imágenes traumáticas que regresan (“se sentó en un sillón y se sacó su mano izquierda. Era una mano de madera, como las piernas huecas de los piratas. La escondía debajo de un guante negro”), violencia que salta del exterior al interior de las casas en forma de asesinato machista. Recuerdos vs sueños vs memoria vs derrota. El irreversible adiós a la infancia de los marcianitos frente a un ejército de cuerpos verdes que los balea. Una reconstrucción semionírica de unos años de la historia chilena.  

“Nos hemos ordenado uno delante del otro en una larga fila en medio de la calle. A nuestro lado, otra larga fila y otra más allá, y otra más allá. Formamos un cuadrado perfecto, una especie de tablero. Somos las piezas de un juego que no sabemos dejar atrás.” 

Coda. Para los mitómanos como yo: este libro “enamoró” a Patti Smith.


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