Cesto de trenzas, de Natalia Litvinova (La Bella Varsovia) | por Dara Scully
Una muchacha de cabello largo nos observa. Tiene las manos pequeñas, los pies descalzos, conoce la sabiduría del bosque. Sobre ella pesa una maldición invisible que cubre los senderos que atraviesa. Deja una huella rastreable; una marca blanca y hermosa como un relincho. La muchacha nos tiende su mano. Nos dice: ven, y nosotros seguimos dóciles su rastro. Escuchamos el canto como un conjuro que nace de su boca. La luz fluorescente de los bosques bielorrusos. La voz de las mujeres que recolectan en los prados y comprenden la víscera del animal. La abuela, la madre, la hija. El pueblo cerrado sobre sí mismo, ajeno al paso del tiempo, a la radiación. Un lugar de una belleza arrasadora. Cántanos, le pedimos. Y ella calla, suelta nuestra mano, se transforma en un caballo joven. Recorre al galope los caminos, ahuyentando así la maldición. No podemos apresarla, y nos dejamos vencer entonces por la cadencia, por la memoria extendida como un mapa: el plano de una genealogía.
Los poemas se trenzan al bosque, a la tierra que guarda en su interior las raíces, el brote invisible de las flores. Cabellos y ramas serpentean. La muchacha nos revela su desnudez; su cuerpo, dice, está expuesto a la inclemencia. Es una impostora: la maldición señala la mentira. ¿Conoce realmente la espesura? ¿Aprendió de niña el lenguaje del caballo? Mira a través de la mirada de la abuela, conoce sus palabras sabias, teme sus enseñanzas. Que las brujas entren en su casa. Que llegue la fiebre como un mal de ojo. La madre le habla de un hombre que vivió al otro lado del río. Para la niña, cada palabra es aprendizaje. Las atesora como si supiera que no vivirá mucho tiempo: el bosque es una despedida. Y por ello debe aprehenderlas, hilarlas como un colgante de huesos, entregárnoslas todavía vivas. Un latido de memoria en nuestra mano. El recuerdo nítido de la vida en la aldea, su sabiduría ancestral, cada rito mágico. La muchacha habla y nosotros rememoramos con ella. Somos esa niña que visita a la curandera. El animal con su ojo ciego cubierto de sangre. El caballo negro cuya belleza mortal aniquila a las abejas. Como un conjuro, el canto de la muchacha nos subyuga, nos enferma de nostalgia. Asimilamos su genealogía y la hacemos nuestra. La masticamos, masticamos el cabello trenzado de cada mujer y niña, el ramo marchito de la novia, las raíces arrancadas. Lo tenemos dentro, y respirar es una punzada en el costado, y la vida fuera del poema nos hiere. Porque la belleza está ahí ante nosotros, una palabra de bordes redondeados, un guijarro que la muchacha pone en nuestra palma. Nos dice: esto es lo que soy. Esto es mi pueblo. Esto son mis antepasados. Nos entrega un talisman, ella que dice no tenerlo, y antes de que nos deje ya hemos aprendido a amarla.
Natalia Litvinova tiene el espíritu de una mujer antigua. Una atemporalidad la posee, como si en ella habitara verdaderamente el espíritu del bosque. Su voz es carnal y sabia. Hila versos que son imágenes poderosas, táctiles: podemos acariciar la tierra y al caballo. Hundimos nuestras manos en el cesto de trenzas, y los cabellos se anudan a nuestra muñeca, se enhebran en nuestra carne y nos poseen. Natalia tiene la capacidad de poseernos. Como esa maldición antigua que pesa sobre la muchacha, los poemas permanecen en nosotros durante largo tiempo. Su pasado es el nuestro. Su infancia en Bielorrusia, en una aldea cerrada, nos pertenece. Aunque ella se sienta ajena y no tenga un talismán que la proteja, aunque transite entre dos continentes, al leerla, nosotros comprendemos que su fuerza es la palabra. Nada puede ocurrirle mientras tenga los poemas. El bosque seguirá esperándola. Su caballo negro relinchará al verla. Incluso las raíces, ocultas durante tanto tiempo, brotarán cuando ella pose su mano blanca sobre la tierra.
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Dos potrillos
de yegua muerta
durante el parto,
criados por mi madre.
El de color blanco
pasta libre
y se deja acariciar.
El negro
queda atado y rabioso.
Cuando no hay nadie
le trenzo las crines.
No dejes
que otros te cabalguen,
le pido.
El caballo y yo
mirándonos.
Sé mi talismán,
quiero que absorbas el mal
y me recibas.
[…]
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