Soy Milena de Praga, de Monika Zgustova (Galaxia Gutenberg) | por Juan Jiménez García

Monika Zgustova | Soy Milena de Praga

Por dónde empezar a contar… Por el medio, por la mitad, en ese instante y no otro, por Franz Kafka, diríamos y ese es el primer error, el primer error inevitable, porque Milena quedó ahí ligada, unida, atada por una relación y luego, más tarde, por una correspondencia. Igual que ella decía que era Milena de Praga, inseparable de su ciudad, aunque no fuera siempre su ciudad, el tiempo por venir la uniría al escritor checo y lo demás sería sombra, algo borroso, indefinido. Entonces, Monika Zgustova escribe sobre la vida de Milena Jesenská como una novela. No una biografía, ni tan siquiera diría una biografía novelada, sino como una obra literaria porque la literatura fue aquello que unió todas las piezas de una vida en la que Kafka solo fue una de ellas. Lectura, vida, escritura. Niebla. Así llama a una pequeña introducción. Entonces, contar su historia, es caminar en esa niebla y dejar atrás esa niebla. Pensemos de nuevo en esas piezas. Son cuatro instantes de vida: la extranjera, la traductora, la periodista y la prisionera. En cada uno de esos instantes, el tiempo del anterior se ha detenido, se ha vuelto recuerdo, algo atravesado, mientras hay que seguir. A veces, se superponen, pero cada uno tiene su entidad propia, suficiente.  

La extranjera es Milena en Viena. Su madre había muerto cuando ella tenía diecisiete años y la relación con su padre, autoritario, es compleja (tan indiferente a la autoridad, definitivamente libre). No hará lo que se espera de ella, y no solo no lo hará, sino que irá contracorriente, incluso de la propia realidad y de lo conocido o intuido. Conoce a un escritor mayor que ella (treinta años frente a sus veinte), Ernst Pollak. Frecuenta la sociedad literaria de la Praga de aquel tiempo (Franz Werfel, Max  Brod) y él también está allí. Es un tipo distante, de alguna manera, pero no con relación a las mujeres. Ella lo sabe, y aun así se marchará a Viena con él. El primer día, llegados a su nuevo hogar, él ya divide la casa en dos partes, una para cada uno. Milena, como hacía en Praga, frecuenta la sociedad literaria vienesa. Hombres como Hermann Broch o Karl Kraus. La Primera Guerra Mundial acaba de terminar y hay una necesidad de vivir, de sentirse vivos, entre toda aquella muerte, que corresponden con su propia necesidad. Más que necesidad: fundamento. Da clases de checo y también traduce, y entre aquellos a los que traduce está un personaje peculiar, alguien especial, un tal Franz Kafka. Primero le pidió traducir El fogonero, luego iría traduciendo el resto de su obra. Es por eso por lo que se escriben. Se encontrarán un par de veces, una cuando él va a Viena y luego, en Gmünd, en la frontera. En esa correspondencia, en esos encuentros, las obras del escritor van surgiendo. Miedos, fantasmas, humor o la realidad impregnada unos tiempos que iba a escribir absurdos, pero tal vez la historia de la humanidad sea una absurdidad en sí misma. La relación cae de sus manos. Kafka, que nunca estará demasiado bien de salud, morirá pocos años después, pero no es ni esa muerte ni esa enfermedad la que impide que la relación vaya más allá. En todo caso, Milena se separa de su peculiar marido y vuelve a Praga. No escribiré libre poque libre no ha dejado de serlo en ningún momento. 

Han pasado seis años. Su intención es viajar. Seguir su carrera de periodista viajando. Pero solo le ofrecen dirigir una sección para mujeres. Es inconcebible otra cosa, demasiado adelantada a la sociedad de su época. Milena formaba parte de otro tiempo que no era aquel presente lleno de limitaciones, barreras, obstáculos. Intentando encontrar resquicios por los que salir, grietas que aprovechar, sin lamentaciones inútiles. En la sección, se rodea de más mujeres, y logra crear un espacio propio. Conoce al arquitecto Jaromír Krejcar, se casan y con él tiene una hija, Jana, a la que llaman Honza. Con Krejcar conoce a buena parte de los intelectuales y escritores de izquierda, que entonces coquetean con el comunismo, a la espera de las desilusiones. Están acabándose los años veinte y los años treinta traerán la oscuridad y el comienzo de ese lento, penoso camino hacia la muerte.  

Con la ocupación checa por la Alemania nazi, Milena participa activamente en la resistencia, hasta acabar presa y, finalmente, llevada al campo de concentración para mujeres de Ravensbrück. Sus conocimientos de medicina, el que su padre fuera médico, le evitan que las cosas vayan aún a peor. El utilitarismo. Aun en esas condiciones extremas, Milena pretende conservar un espacio de libertad en el que moverse e incluso piensa en escribir un libro sobre las persecuciones del nazismo y del estalinismo, un libro sobre las víctimas. Conoce a Margarete Buber-Neumann, que pasó de la militancia comunista a un campo de prisioneros estalinista e, intercambiada por los alemanes, allí, a ese otro campo. Entre ellas se crea una relación íntima. Más tarde, escribirá un libro sobre Milena. Pero en esos últimos años como prisionera, ya solo le queda encontrarse con los recuerdos de las cosas que pudieron haber sido y no fueron y la fatalidad. La pérdida de un riñón y sus complicaciones la llevarán a la muerte. Otra forma de libertad, para ella que había conocido tantas.  

Entonces, Soy Milena de Praga es la novela de unos fragmentos de vida que acaban por ser un todo. Este texto, un relato involuntario de la novela. Como si los hechos, los actos, contuvieran una forma de ser. Milena fue una mujer en busca de esa mujer que era. Releo esta última frase, porque la siento extraña. La releo y es eso lo que quería decir. Tantas veces, nuestro esfuerzo por vivir no es otra cosa que hacer corresponder un interior con un exterior. Más en aquellos tiempos imposibles. Realizarse, sería la palabra, pero es una palabra fea, que contiene un desagradable poso de materialidad. Que aquello que es, sea. Ya está.


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