Tiempo de errores, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) | por Juan Jiménez García
De nuevo Mohamed Chukri, de nuevo Cabaret Voltaire. Tras sus ajustes de cuentas con Bowles y Genet, tras la primera entrega de sus memorias (El pan a secas), Tiempo de errores nos devuelve allá dónde nos habíamos quedado: Chukri abandona Tánger camino de Larache, donde quiere estudiar, aprender a escribir, con veinte años. Después de todo, no deja de ser un cambio de ciudades. La miseria sigue siendo la misma, el hambre parecida. Así pues, si el anterior era su libro de infancia y adolescencia, marcado por el padre y una vida pasoliniana, ahora llega el tiempo de la juventud, marcado por el aprendizaje y las prostitutas, sin que nada de lo demás llegue a abandonarle. En una de los momentos más bellos del libro, dirá “yo hermano mi noche con cualquier otra”. Todo cambia, todo se mueve, pero él permanece, su noche permanece, sin desaparecer jamás.
El pan a secas fue escrito en 1973, Tiempo de errores en 1992. Han pasado diecinueve años, que en escritura son todo un mundo, muchas vidas. Como si cada periodo hubiera encontrado su forma, la furia, la oralidad, la concreción, la velocidad con la que se sucedían los espacios y las personas (con un hambre de escritura comparable a la inmensidad del hambre de aquellos días), encuentran otras maneras en este segundo libro. La escritura de Chukri ha cogido espesura. A los gestos, a las acciones, se suma el pensamiento, la reflexión, la poesía. Su prosa sigue siendo igual de precisa, igual de punzante, igual de directa, pero ahora se ha enriquecido con la conciencia de sí mismo, de sus actos.
Su vida discurre como una sucesión de fragmentos, de destellos, muchas veces con forma de mujer (en su mayor parte, prostitutas), y sin embargo todo está amalgamado. Todas esas noches y esos días, como él dice, quedan unidas a la suya. En otro momento escribe: “Siempre busqué el juego de la vida y su simbología, no la realidad; la ambigüedad y el enigma, no la claridad ni lo simple; el misterio, no lo obvio”. Como si aquella escritura aprendida le permitiera ahora comprender todo el mundo que le rodea (o entender que no entiende nada), Chukri se dedica a recorrer su juventud a través de las personas, de los encuentros de unas horas o unos días. Nada permanece, todo continúa. Su madre, que acabará por morir (y qué bello, pero también qué cruel capítulo le dedica, por aquellos que se quedan), su padre, al que le gustaría matar, sus hermanos, a los que ni tan siquiera conoce. Sus viejos amigos de Tánger (los pocos que quedan), sus encuentros con mujeres de las que no se quiere enamorar, eterno frecuentador de putas. Sus encuentros con la literatura, sus lecturas, ese mundo que se abría ante él, tras el conocimiento. Sus casas, las casas de otros, las calles, el Tánger que desaparece, como todo. Nada en la vida de Chukri está llamado a permanecer. Quizás solo la bebida y la tristeza. Los encuentros furtivos y el sueño de la ciudad tangerina.
La obra de Mohamed Chukri no es especialmente extensa. Su obra autobiográfica se cerrará con Rostros, amores, maldiciones, escrita cuatro años más tarde (y que Cabaret Voltaire sacará próximamente). Pero no, no es cierto. Su obra es tan extensa como los sesenta y ocho años que vivió. Como aquel Falstaff de Campanadas a medianoche para el que Orson Welles se estuvo preparando toda una vida, tanto física como mentalmente, la obra de Chukri y su propia vida son una sola cosa, que abarca tantas páginas como días vivió, tantas palabras como minutos, tantos silencios como noches.