Perro negro, de Miguel Ángel Oeste (Tusquets) | por Gema Monlleó
“Así subo por los recuerdos igual que las burbujas en el agua. Una lluvia al revés. Hacia el cielo”
La primera vez que escuché a Nick Drake la luna se reflejaba sobre el Lago Rosa de Dakar. Han pasado quince años desde ese momento y, aunque el recuerdo sea algo así como la materialización de un deseo proyectado (nunca he estado en el Lac Retba, pero esa es otra historia), Drake se ha convertido en una compañía habitual, a veces incluso en una sombra.
Esa misma sombra es la que ha rondado desde hace años a Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973) quien, tras el éxito de la inmisericorde (iba a escribir “y necesaria”, pero temo a la banalidad que ahoga en estos tiempos al adjetivo) Vengo de este miedo, retoma su Far Leys de 2014 (editado por Zut) y la convierte en este Perro negro desde el que Nick Drake ladra “epifánico y frágil”.
Ficción con personaje real, no estamos ante un biopic literario de Drake sino ante una historia en la que Drake es un personaje más, ¿o quizás debería decir una obsesión más? Porque la novela bascula entre dos personajes que se aferran al espectro del músico: Richard y Janet. Richard, actor que quiere estrenarse en la dirección con una película sobre Drake. Janet, amiga de juventud del cantante, encallada en un pasado con tantas aristas que pisar sobre ellas para dejarlo atrás le resulta imposible.
Y es a través de Richard y Janet desde donde emerge el fantasma del perro negro, la figura de Drake que es a la vez sombra y fulgor. Drake, el mito hoy que entonces, en los setenta, no fue. Drake, la leyenda. Drake, que por siete meses no forma parte del fúnebre club de los 27 (Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse…). Drake, el depresivo, el ignorado, el fracasado, ¿el suicida?. Drake, el misterioso, el hermético, el prisionero de su universo, el del Gauloise siempre entre los dedos (que no puedo dejar de identificar con el Camel sin filtro perenne en Roberto Bolaño).
En Perro negro Richard, trasunto de Head Ledger (que rozó el club mencionado al morir con 28 años y que antes de morir dirigió y protagonizó el videoclip de la canción Black Eyed Dog como preludio al documental que quería realizar sobre Drake), tan autodestructivo como ávido de trascendencia, clava sus colmillos en el cuello de Drake con la intención de desvelar sus misterios, de contar en imágenes su historia verdadera y definitiva, de resolver qué había en el abismo en el que el músico se reflejaba. Richard que, cabalgando su obsesión drakeiana a lomos de la cocaína y las malas decisiones, se entrevistará con amigos y conocidos que (ains!) desmontarán parte del mito, revelarán ángulos desconocidos y, en la falta de algunas respuestas, ahondarán la fijación persistente del perro negro en el bufón, de Drake en Ledger, de Drake en Richard, de Drake en Oeste. Richard y Drake, el filo, la ola en el acantilado, el grito de una caída (“Me pregunto. ¿soy yo quien rescata y llama a las voces o son las voces quienes me rescatan y llaman a mí?”). Richard y Drake, los que no saben asirse a los pensamientos indoloros, los que no soportan la mirada que el mundo les devuelve, los inestables, los talentosos pero inseguros (“tenía talento, en cambio, cuando se mostraba ante un auditorio, demandaba un escudo que lo protegiese de las desilusiones y problemas que le presentaba la vida”), los desvalidos, los vulnerables, los rebeldes (sin causa, of course). Richard-Ledger y Drake, beats extemporáneos (“Él intentaba ser un beat, era lo más cerca que se podía estar entonces de ser un poeta romántico”). Richard-Ledger y Drake, anverso y reverso de intercambiable mutación en su(s) desmoronamiento(s).
Y en conversación con Richard, Janet: la vieja amiga de Drake, la eternamente enamorada, la que mecanografiaba sus canciones, la coleccionista de traumas, la de la madre enloquecida, la del hermano muerto, la del padre desaparecido, “sin cicatrices físicas, con cráteres mentales”, la mujer rica y sofisticada ahogada bajo sus propios secretos, la de la expiación pendiente. Janet, la confidente: “así me figuro que estoy con él en su habitación: escuchamos música e intercambiamos impresiones sobre desaparecer con el fin de aparecer”. Janet, a quien imagino con el aspecto y las extrañas voluntades de Karen Blixen en El pacto (Bille August, 2021), clavándole sus colmillos a Richard-Ledger como ésta hizo con el poeta Thorkild Bjornvig. Relaciones vampíricas de desigual desenlace, Richard muerto, Bjornvig convirtiéndose en un poeta laureado.
Y todos ellos persiguiendo el fantasma de Sophia Ritter, la Chica de Cristal, “nívea, dionisiaca, una prolongación de la Daisy perdida de Gatsby”, la caótica y entusiasta y acomplejada y voluble, ¿el verdadero amor de Drake? ¿la poseedora del arca de las revelaciones? Sophie, cual Pepa Flores, desaparecida de los focos por voluntad propia, ermitaña de y en su intimidad, alejada y lejana de un pasado en el que los hombres tanto la protegían como la enturbiaban. Sophie Ritter, protagonista de un cameo también en el último libro de Mónica Ojeda, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, donde se la presenta como el amor fou que rompió la fragilidad mental de Drake.
Novela de escapistas sin éxito: Drake del fracaso musical, Richard de las obligaciones cotidianas, Janet de los espectros de su pasado. Novela de inmaduros eternos (de nuevo los beats en modo on), de comunión músico-obsesiva, de fantasmagorías y nubes negras, de los distintos modos de aspirar a la inmortalidad. Novela de almas rotas por una quebradiza salud mental que no saben cómo mantenerse a flote, ni siquiera si eso es posible. Novela, también, de atmósfera cuasi gótica en la oscuridad con que todas las relaciones están tintadas, de ausencias (físicas y en las respuestas) y de vínculos afectivos que más que abrazar anatemizan.
Oeste cierra con esta versión definitiva de su novela sobre Drake la obsesión de la escritura sobre y desde el músico (“Aunque ya ha sucedido, escribo como si estuviese sucediendo. Escribo para sosegar los pensamientos”), donde la verdad biográfica deja paso a la ficción y al diálogo especulativo a través de la música, del mismo modo que en Fin del poema Juan Tallón versiona los días finales de Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater a partir del descenso (por persona interpuesta) a su mundo interior. ¿Es la literatura el inframundo donde mantener conversaciones imposibles con nuestros mitos? Me atrevo a afirmar que sí.
Escribe Richard, pero podrá escribir Ledger, podría escribir Drake, podría escribir Janet, ¿podría escribir Sophia?: “Por la noche sigo bebiendo y pienso que destruirse es bonito. La única posibilidad de belleza que existe. La única posibilidad de superar el miedo al abandono, a la pérdida”. Escribe Richard, escribe Oeste. Yo escribo y termino. Cierro los ojos y regreso de nuevo al reflejo de la luna sobre el Lago Rosa de Dakar. Tarareo una canción. ¿Es Pink Moon, es Black Eyed Dog? ¡Play!