La idea natural, de María Negroni (Acantilado) | por Juan Jiménez García

María Negroni | La idea natural

Me gustan las listas, aunque no haga listas. Creo que las listas nos acercan a la eternidad (en contra de ese aspecto que tienen siempre de cosas acabadas, de objetivo cumplido). A ella sí que le gustan las listas. A María Negroni también le gustan las listas. Y, desde luego, a Georges Perec, que daba saltitos en mi cabeza mientras leía este La idea natural (Perec da saltitos a menudo en mi cabeza). Pienso en el gabinete de curiosidades que reunió Rodolfo II, en aquella Praga mágica. Ahora está en el monasterio de Strahov (¿te acuerdas del monasterio de Strahov?). Rodolfo II era un excéntrico, pero no hacía listas. O eso creo. Entonces hizo ese gabinete, que también es una manera de hacer listas y darles una dimensión. María Negroni también tiene libros que son como listas y listas que son como esos cuartos de maravillas, llenos de textos chiquitos pero muy hermosos, pura orfebrería, y contienen muchas piedras preciosas y compartimentos secretos que se abren ante nuestros ojos de lectores deslumbrados. Así es La idea natural, en la que compartimos también ese gusto por la ciudad que nos lleva a ver la naturaleza como un objeto misterioso. Y eso que nací en una aldea que era como nacer en mitad del campo. Dabas dos pasos en cualquier dirección y te encontrabas con el campo. También una carretera perdida que iba de algún sitio a algún sitio pero que se perdía en la nada. En literatura, volviendo a Georges Perec, a veces, lo interesante es ese recorrido que va de un sitio a otro, y ver como todo se agita. En el libro de Negroni, lo que se agitan son las vidas de personajes, que de una forma u otra, se encontraron con la naturaleza. Desde los que la habitaban hasta los que la observaron, incluyendo los que solo pasaba por ahí. Es decir, un asunto de iluminaciones y destellos. De cambio de vida a pequeños roces. 

Como en cualquier campo del conocimiento de nuestro recorrido como seres humanos inquietos, podemos encontrar aquellos que cambiaron el curso del tiempo y esos otros que solo dejaron obras al polvo, en numerosos volúmenes. A veces, es difícil distinguir a los locos de los cuerdos, pero si no somos capaces de hacerlo aplicado a nuestros propios sentimientos, no vamos a pretender extraer conclusiones concluyentes de la vida y obra de los demás. Es seguro que debemos tanto a la locura como a la cordura, en ese estar aquí. Las redes sociales han hecho aflorar una intuición que teníamos de tiempo: que hay más imbéciles que personas sensatas. Pero no nos desviemos con malicias. No es lo mismo un loco que un imbécil. Ni mucho menos. Desde nuestra posición de observadores distantes (de algún modo, pasados los siglos, ya solo podemos ser, hagamos lo que hagamos, observadores distantes de la naturaleza), escribir sobre la naturaleza también es reunir objetos fantásticos para impresionar al otro. 

María Negroni maneja una sutil ironía y una prosa de miniaturista. Como escribir en granitos de arroz. Qué complicado. No es nada fácil que en apenas unas líneas se contenga a todo un sujeto. Obvio que no está todo, pero lo importante no es esa certeza, sino esa impresión. Cuando leemos estas pequeñas biografías anecdóticas, vidas y obras, tenemos la sensación de ya saberlo todo, y si no todo, lo más importante, y si no lo más importante, lo que nos hace comprender. Por eso, los libros de María Negroni que son así, tan pequeñitos, son como muñecas rusas a la inversa. Cuando abres la pequeña, sale una más grande, y cuando abres esa más grande, sale otra que aún lo es más. Así hasta la inmensidad. Además, contienen algún elixir de la felicidad. En vez de ese veneno mortífero al pasar las páginas, alguna sustancia estimulante. Estimulante también de la inteligencia. Por eso María Negroni es, voluntaria o involuntariamente, seguidora de Georges Perec. Incluso le gusta jugar, y unas veces, el texto es una carta, otra autobiografía, otra entrevista y nunca sabemos muy bien qué hay de incierto en todo esto, aunque lo demos todo por seguro. Entonces, recuerdo a otra jugadora de palabras, Wisława Szymborska, para la que escribir sobre libros o autores era solo otra forma de escribir sobre el mundo, el mundo que le interesaba, la fugacidad de las cosas. Vale. 

 


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