Al final de la mañana, de Michael Frayn (Impedimenta)  Traducción de Olalla García | por Juan Jiménez García

Michael Frayn | Al final de la mañana

Entonces… Tenemos a John Dyson. John Dyson ve la vida pasar desde su escritorio. La vida es el periódico en el que es editor de una sección sobre vida campestre y sucesos de hace años. Y también: tiene una mujer y dos hijos con nombres cambiados con respecto a su personalidad. Cuando tuvieron el suficiente dinero, se pusieron a buscar un lugar en el que cultivar sus vidas. Empezaron por el centro de Londres pero su presupuesto les llevó lejos, tan lejos que tenían que consolarse pensando que, algún día, aquel lugar cambiaría y todos esos pobres e inmigrantes dejarían paso a una clase media moderna y atractiva, como ellos. Los años pasaron y los pobres e inmigrantes seguían ahí. Ellos también. Solo ellos. Eso le convierte en un experto, a ojos de la televisión, en algo. En esas, le llaman de la BBC y piensa que su vida, triste y gris, puede cambiar. Quién sabe.

Frente a él tiene a un viejo que rebusca en los archivos viejas noticias con las que alimentar columnas y páginas. Y está Bob. Bob es joven y le cae simpático a John. Le gustan los caramelos y mirar por la ventana. Tiene ciertas ambiciones literarias. No muchas, porque lo de Bob tampoco es la intensidad afrontar las cosas de la vida. Un Hamlet de salón más. Su vida social se reparte entre las cenas con Dyson y familia y sus combates con la señora Mounce, mujer de un tipo de la sección de fotografía. La acogedora señora Mounce. Hasta que un día, él, que ya está alcanzando penosamente sus años treinta, encuentra a una muchacha, Tess, Tessa, que acaba de alcanzar, alegremente, los veinte. No es que sea muy espabilada, pero Bob no necesita mucho para enredarse en sus propias dudas hasta convertirlas en certezas que por pereza no puede rebatir.

Y un día, aparece Morris. El chico en prácticas que va sobrado. Claro. Claro, claro. Para acabar con los nervios de Dyson y con la impasible tranquilidad, construida sobre un castillo de toffees, de Bob. Y el precario mundo en el que viven, unos y otros, se ve sacudido. Un poco. Porque hacen falta muchos terremotos para acabar con esa inmovilidad tan sólidamente construida por los años y la desgana. No llegarán.

Michael Frayn fue uno de los más conocidos traductores de Chéjov al inglés y qué duda cabe que algo del ruso fue a parar a él. Todo sazonado con el humor inglés, esa ironía demoledora, para conformar un retrato nada esperanzador ya no solo de la prensa, que también, sino de una clase media asfixiada por sus dudas existenciales, que eran todas. Una clase media que desde su mediocridad pensaba en días mejores, esos días mejores que no llegaban nunca, ahogados en sus pequeños jardines, entre las latas de cerveza vacías lanzadas por el vecino. Vidas periféricas, como la de John Dyson, que poco se parecían a lo planeado, o como la de Bob, incapaz de imaginar un futuro que vaya más allá de ese presente insustancial de horas muertas, como sus sueños. Un mundo que poco a poco se iba resquebrajando (estamos a finales de los sesenta… y en los setenta aguardaba alguna crisis más), y que Frayn captura con una agilidad maravillosa, a través de unos personajes de una mediocridad ejemplar. El escritor como niño en un desfile de emperadores.


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