Lacombe Lucien, de Louis Malle y Patrick Modiano (Anagrama) Traducción de María Teresa Gallego Urrutia | por Óscar Brox

Louis Malle y Patrick Modiano | Lacombe Lucien

Vichy, Drancy o Sigmaringen. Cada nombre marca un episodio en la patética historia de la Francia ocupada. Desde el gobierno títere del Mariscal Pétain hasta la fortaleza en la que los residuos del colaboracionismo se aislaron antes de que la RAF y las fuerzas aliadas les comiesen todo el terreno. Sin embargo, detrás de esa gran Historia se ocultan otras tantas, acaso menores, con las que medir la derrota de una nación que había hincado su rodilla frente a Alemania. Historias pequeñas, tomadas de la vida rural, en las que las víctimas se entremezclan con los vencedores, los maquis con los perros de la policía alemana, los últimos compases de la adolescencia con los primeros brotes de la madurez. En esa delgada línea, aquella en la que se inscriben todas las cuestiones morales, que separaba a una Francia de otra.

Lacombe Lucien supuso una forma de arrojar un poco de luz sobre la oscuridad alrededor del colaboracionismo con Alemania. Esa lacra, auténtica mancha humana, que todo el mundo trataba de ocultar una vez acabada la guerra. De ahí que, a excepción de malditos como Céline, muchos cambiasen de chaqueta sin complejos. Tanto Louis Malle como Patrick Modiano buscaban narrar ese episodio desde una óptica diferente, acaso más compleja; esa en la que el ardor de los discursos, las adhesiones apasionadas a un bando o a otro, quedaba eclipsada por la necesidad de sobrevivir. O, mejor dicho, por la mirada indiferente de alguien que, sobre la marcha, aprende que la mejor manera de seguir adelante es la que opta por lo pragmático. Mirada, maneras, personaje que Malle y Modiano identifican en Lucien Lacombe. Un muchacho hijo de la Francia rural, cuyo padre se ha unido a la resistencia, que trata de abrirse paso en una vida estrecha y miserable como puede. Adaptándose a las circunstancias, borrando a cada poco la moralidad de unos actos que, bien mirado, le permiten seguir adelante mientras todo se desmorona a su alrededor.

Para un personaje como Lucien, que encarna esa maldad banal de quien sabe cómo aprovechar una situación absolutamente caótica, Malle y Modiano urden su particular educación sentimental. Educación en la que la figura de la madre, aislada en la finca familiar ocupada, se desdibuja desde el comienzo. En la que, sin embargo, tiene más peso el hotel que sirve de base de operaciones al colaboracionismo o el piso en el que el sastre judío, Horn, y su familia vivirán atormentados por Lucien. Tanto director como guionista metían el dedo en la llaga al presentar a actores y atletas como los socios de la policía alemana, chivatos y criminales al servicio de la ideología más rastrera. Mientras que los maquis pertenecían a las capas más bajas y modestas de la sociedad rural. De esa manera, ambos capturaban el atractivo del mal y la blanda aceptación de Lucien de una realidad que, a partir de ese momento, deformará en beneficio propio. Por pura amoralidad.

En Lacombe Lucien los enemigos son ametrallados sin piedad, los monstruos son personajes ebrios de un poder que prácticamente desconocen y, paradójicamente, la resistencia francesa solo aparece como prisionera de los primeros. Quizá porque en todo momento el guion de Malle y Modiano nos traslada no solo la mirada de Lucien, sino también su pueril sistema de valores. La forma en la que se adapta a cada situación, sin miedo a ejercer una posición de dominación o un carácter hostil frente a cualquiera. Sobre todo, frente a ese Horn que hará las veces de figura paterna. Pero el filme de Malle es, asimismo, un relato sobre la falta de escapatorias. Se habla muchas veces de la huida en dirección a España o la añoranza de una vida en París que ha desaparecido. Y resulta curioso constatar cómo, a medida que avanza el final de la historia, el relato se transforma en una serie de estampas campestres en las que, sin apenas diálogos, director y guionista narran la fuga imposible, la huida sin destino de su protagonista. Ese deambular sin rumbo, junto a France -en una elocuente metáfora de la nación-, que se convierte en la parodia grotesca de una vida familiar que nunca tendrá lugar.

Si Pierre Assouline se convirtió en el cronista de la Francia degradada, obsesionado por relatar la decadencia de Vichy, y Jean Malaquais en la voz de una resistencia que trataba de levantarse, Louis Malle y Patrick Modiano hurgaron en Lacombe Lucien en los motivos y las fragilidades detrás de aquella Francia herida. La moral, la violencia, la juventud y la primera madurez de un país separado, enfrentado en una guerra fratricida, en la que no cabía otro deseo que la supervivencia. Costara lo que costase.


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