K-Punk. Volumen 2, de Mark Fisher (Caja negra editora) Traducción de Fernando Bruno | por Óscar Brox
Leer lo popular ha sido uno de los deberes de la crítica cultural desde que el ímpetu de lo posmo arrancó la costra que cubría a los viejos departamentos universitarios; fue entonces cuando algunos académicos sustituyeron los polvos y las pelucas dieciochescas por, es un decir, la visera, la chupa de cuero o el chándal de tactel. De ese aburrido panorama, sin embargo, surgieron autores imprescindibles como Fredric Jameson, lectores perspicaces como John Fiske (es difícil resistirse al encanto de su análisis de 1989 de Madonna como una subcultura) o jóvenes que asaltaron los despachos universitarios en aquella Inglaterra de (y después de) Thatcher. En este último grupo se puede pensar en nombres como los de Sadie Plant, Nick Land o Mark Fisher. Y junto a Fisher, casi en paralelo, a esa crítica que revolucionó su lenguaje para adaptarse a las nuevas corrientes musicales (de Ian Penman a Simon Reynolds, por ejemplo).
Si el estructuralismo francés inventó un lenguaje, acaso de ciencia-ficción, Fisher y el resto se tomaron muy en serio la confluencia entre ese lenguaje y la expresión popular. O dicho de otra manera, llevaron unos cuantos pasos más allá esa máxima de que toda manifestación, artística, social o política (si es que no son la misma cosa) es un producto cultural de nuestro tiempo. Un indicador, una huella o un síntoma. O una base con la que modelar algunos de los problemas que asolan a nuestra cultura. En este segundo volumen de sus escritos reunidos, nos encontramos con una mezcla de textos musicales y textos políticos (con anterioridad, se abordó el interés de Fisher por literatura y cine). Se habla de la decadencia de Glastonbury como festival (o, mejor dicho, de la decadencia de la idea de Festival, en un momento en el que todo necesita de una imagen de marca o de una fuerte presencia de patrocinios), de modernismo, art pop, glam y de estrellas asimiladas al pop (el Bowie de The Next Day): ese circuito en el que la moda, las artes visuales y la cultura experimental se conectan entre sí y se renuevan unas a otras de modos impredecibles. Si Michael Jackson era síntoma de una época [en Jacksonismos, también en Caja Negra, Fisher lleva a cabo un análisis extraordinario de la permanencia cultural de un tema como Billy Jean], ahora lo es ese James Blake cuya carrera compara con la de un fantasma que va asumiendo gradualmente una forma material. O lo es la renaturalización de la melancolía manipulada digitalmente en Kanye West o en Drake.
En verdad resulta fascinante observar cómo Fisher unía capas y discursos. Para hablar de The Fall [otro paréntesis: si después de leer su ensayo no vas corriendo a escucharlos, definitivamente algo está fallando] mezcla las ficciones weird y las obras de M.R. James, que estudiará a fondo en Lo raro y lo siniestro, con el concepto de lo grotesco y las lecturas de Bajtín y Rabelais. Y así hasta llegar a los trabajos de Burial o Kode9 que ilustran el programa estético e ideológico de aquel grupo de jóvenes profesores que acampó en la universidad británica hasta que los echaron (caso de Land) o se quedaron en los márgenes. Repitamos ambos conceptos: estética e ideología. Otra máxima, también: todo producto cultural produce ideología. Nada, al fin y al cabo, es inocente. Y esta reunión de textos parece juntar dos efectos: lo plástico y lo psicológico, si es que acaso no son lo mismo. El aullido musical y ese otro aullido, de queja, resentimiento o depresión (conviene leer, entre otros textos de Fisher, su capitalismo y trastorno bipolar), entreverado en la condición política de finales del S. XX y comienzos del XXI.
Fisher armó un corpus intelectual en el que su noción de realismo capitalista compartía espacio con la hauntología que tomó de los escritos de Derrida, la lenta cancelación del futuro o la presencia de la depresión como daño permanente de esta época. En la segunda parte del volumen, uno puede encontrar análisis sobre la muerte a crédito (mi tarjeta, m vida) o reacciones en torno al legado de Thatcher, esa presencia ominosa. También una interesante reflexión sobre esa indignación abanderada en panfletos, cuya mecha revolucionaria se ha demostrado demasiado corta: “la indignación no es meramente impotente, es activamente contraproductiva y alimenta al enemigo declarado que queremos derrotar”. O esa demoledora comparación de cómo la explotación laboral ha transformado el fordismo en un bukkake. La mayoría de los análisis de Fisher se circunscriben, como sucede con Chavs, de Owen Jones, al ámbito británico, lo cual produce en muchas ocasiones que el alcance de sus reflexiones sea más local que global. Sin embargo, vale decir que Fisher también comentaba gestos, tácticas, indicios y malestares que, precisamente por el rodillo imparable del neoliberalismo, se comunican de una cultura a la otra. O como él mismo señalaba en uno de sus textos: lo cierto es que nos encontramos en un páramo ideológico en el que el neoliberalismo domina solo por defecto.
Leer cada texto de K-Punk invita a pensar en un tiempo de aburrimiento y compulsión, de melancolía de la resistencia y de la necesidad de que la reflexión penetre más allá de la capa superficial con la que ciertos diagnósticos han tratado de ofrecer remedios para la salud de nuestra cultura contemporánea. O, en el mejor de los casos, se han hundido en las arenas movedizas de la sociedad digital (véase Byung-Chul Han). Me gusta pensar que los textos de Mark Fisher arrancan donde terminan los de Fredric Jameson, que es sin duda el autor que más ha contribuido por pensar la lógica cultural del capitalismo avanzado. Por eso, K-Punk podría ser algo así como un diálogo. Si Jameson tituló uno de sus textos ¿podemos imaginar el futuro?, Fisher comienza el suyo diciendo: tenemos que inventar el futuro. Y ahí, en definitiva, empieza todo.