La encomienda, de Margarita García Robayo (Anagrama) | por Gema Monlleó

Margarita García Robayo | La encomienda

Es difícil escribir de La encomienda (Margarita García Robayo, 1980) sin explicar más de la cuenta de la novela, es fácil caer en espóileres que destripen no sólo el argumento sino el por qué de las sensaciones que como lector tienes a medida que avanza el libro. Intentaré centrarme en esto, en las sensaciones, y dejar para vosotros las sorpresas de la trama.  

García Robayo pone su escritura poética (“siempre tuve la idea de que su cuerpo alojaba a una bandada de pájaros que aleteaban por salir y la rasguñaban por dentro. Y por eso lloraba”) al servicio de una historia sobre la familia, sobre las grietas en la familia, sobre la (in)comodidad de las mismas, sobre la aceptación de la realidad familiar vs el modelo ¿anhelado?. La familia como lugar de huida (con todas las preguntas que ese deseo acarrea), la familia como núcleo de incomunicación, la familia como hilo roto y Ariadna extraviada. La familia, institución casi divina, puesta en cuestión una vez y otra y otra. 

“Mi teoría supone que la conciencia del vínculo basta para convencer a las personas de que el parentesco es un recurso inagotable; que alcanza para todo: unir destinos enfrentados, torcer voluntades, combatir deseos de rebelión, transformar mentiras en memorias y viceversa; o bien, sostener una conversación anodina. Pero no alcanza, al contrario. El parentesco es un hilo invisible, toca imaginarlo todo el tiempo para recordar que está ahí” 

La protagonista y narradora, voz sin nombre, una joven publicista freelance con un único cliente, es la receptora de las encomiendas del título: paquetes enviados por su hermana con recuerdos, dibujos de sus hijos (plasmación de éxito familiar) y comida putrefacta por el viaje (“así que puedo recibir cajas perfectamente embaladas por fuera pero embutidas de comida podrida”). La normalización de lo extraño es una de las primeras percepciones que el libro provoca. A veces la supervivencia emocional pasa por no cuestionar una realidad peculiar y eso ella, la innominada, lo aprendió ya de pequeña, viviendo a caballo entre la civilización del hogar de su tía y el salvajismo del hogar maternal.  

El estar y el vivir en un entorno hostil parece el hábitat natural de la protagonista hasta el extremo de que, cuando carece de él, lo crea. Los silencios, lo no-dicho, lo intuido pero nunca explícito, ahondan en esa hostilidad. Su relación de pareja (“hasta ahora con Axel, lo más eficiente es dar con ese lugar en el que se acopla nuestra desesperanza”), su boicot a la amistad con Marah, su mejor amiga (“supongo que me sirve ese tipo de lealtad que nace de la miseria de otro”), sus equilibrismos con su hermana (“El único antídoto que conozco contra la banalidad es la vileza. Nunca aprendí a ser compasiva con mi familia”), apuntan asimismo en esa dirección. También la elección del edificio donde vive (si la novela tuviese el doble de páginas no descarto que estallase la locura como en el Rascacielos de J.G. Ballard), su duelo constante con Máximo, el portero (¿recordáis al Luís Tosar de Mientras duermes?), ese te-veo-no-me-ves con sus vecinos. Sólo un punto de ternura, de comprensión, de empatía, ¿de regresión a la infancia?, con León, el hijo desatendido de su vecina enfermera a quien cuida a veces y con quien puede conversar (aunque –o gracias a que- él no la entienda). 

Que el apartamento en ese edificio sea el saco amniótico de la protagonista nos retorna de nuevo a esa naturalidad frente a lo insólito en el que la narradora encuentra su seguridad: “quiero agarrar un machete y tajear el piso para marcar el límite entre el mundo de afuera y el mundo de adentro, y que de ese tajo crezca un muro de fuego que solo yo pueda atravesar”. La primera extravagancia la comete ella misma al comprarse un (carísimo) Chesterfield “el sillón queda tan desubicado en mi sala que tiene su gracia. Cumple la función de aislarme en una falsa burbuja de sofisticación, incomprensible para la mayoría de quienes entran en mi casa”, y cualquier situación desconcertante a partir de ese momento es bienvenida: una gata-Houdini, una madre espectral, animales muertos, cajas imposibles de abrir… 

La encomienda hace de lo inquietante lo cotidiano y de lo cotidiano una inquietud constante. No hay refugio en el pasado, no hay confianza en el futuro (el autosabotaje es la tónica) y el presente es un vivir-en-lo-extraño. La rutina es una bomba de relojería que a ratos se acelera y a ratos se detiene. La falta de certezas y el cúmulo de fisuras, en lo íntimo y en lo externo, requieren de un anclaje en el mundo que la protagonista no encuentra (“a veces la evasión consiste en imaginar un hueco negro en el pensamiento por el que lanzo enumeraciones capciosas, o palabras parecidas en su forma y significado. En todo caso, la evasión es siempre un juego tonto que me ayuda a desviar el foco”). Su universo privado se muestra desnudo (pensamientos, emociones y actos), sin adornos que rebajen una cierta autoinmolación (“todo choca con mi apatía repentina y se hace trizas”), con sorbos de impiedad consigo misma (“a veces siento que en mí viven dos personas, y que una de esas personas (la buena) controla a la segunda, pero a veces se cansa y baja la guardia y entonces la otra (la vil) se aparece sigilosa, con unas ganas locas de herir por gusto”) y con los otros (“su respiración intoxicó la habitación con ese olor familiar a flores pasadas”). El mundo es un puro vivo-sin-vivir-en-mí (“imaginé que estaba en un mar tibio sumergida hasta el cuello, dedicándole una sonrisa empática y agradable a los que estaban en la orilla, mientras por debajo del agua daba patadas violentas”) y tal vez la palabra (intenta escribir una novela) sea el único refugio, la ansiada expiación: “aunque mucha gente cree que al escribir uno se desnuda, yo sé que en realidad uno se disfraza. Se pone otras acras, se vuelve a hacer de un modo en el que se mezclan la culpa, la frustración y el deseo, y el resultado es un personaje perfectamente despojado y honesto. Y eso no tiene ninguna solidez real. Una construcción así solo es posible dibujarla en papel”. 

La prosa (poética) de García Robayo no es sólo escritura: es una atmósfera íntima, es un lugar de confesión, es la falsa calma antes del estallido. La belleza de las frases contrasta con lo que (intuimos que) va sucediendo (“¿cuánto dura un muerto vivo dentro de otro?”), el nudo gordiano está ahí: realismo mágico vs cinismo salvatorio. Cortázar (Casa tomada), Rulfo (“¿cómo se habla sin lenguaje?”), el Gregor Samsa de Kafka y el dinosaurio de Monterroso, entre otros, sobrevuelan las páginas de La encomienda creando una cosmología propia con la que la autora subvierte, para gozo del lector, los límites de lo explícito. 

“Me miro de afuera y es como estar sentada frente a una vida que ya viví. Reconozco todo, pero no hay nostalgia. Solo fastidio. Y siento una soga amarrada a la espalda que me tironea. No me va a llevar a ningún paraíso, lo sé, porque ya otras veces me he dejado arrastrar. La soga es el deseo de escapar de lo que conozco, el deseo de perderme. Pero la persona que soy me termina alcanzando, porque discrepa de mis impulsos. ¿Y qué hace? Tira de la soga en sentido contrario y me vuelve a aplastar acá.”


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