Una llum submergida, de Marc Cerdó (Club Editor)
Los nombres de mi padre, de Daniel Saldaña (Anagrama) | por Gema Monlleó


“…si se entiende la familia como un grupo de personas que comparten una pregunta sin respuesta sobre el pasado”
Los nombres de mi padre, Daniel Saldaña
Hay, como mínimo, dos tipos de arquitectos: los que con sus edificios diseñan ciudades y los que con su comportamiento diseñan vidas. De los primeros, sus nombres son conocidos, algunos mundialmente, y pasan a la posteridad. Los segundos, a los que llamamos mamá o papá, cuando su forma de moldear a los hijos impide su propio crecimiento, pasan a nuestra posteridad con el adjetivo castrador como apellido. Georges-Eugène Haussmann, prefecto del departamento del Sena, recibió el encargo de Napoleón III para liderar la renovación de París a mediados del siglo XIX. Eliminó las serpenteantes calles medievales sustituyéndolas por amplias avenidas, desplazando a las clases obreras a la periferia y dificultando las revueltas populares. La belleza de la ciudad de la luz, que seguimos admirando, eclipsa la oscuridad de sus motivaciones políticas. Hay otros arquitectos que han ejercido su profesión con objetivos similares, diseñando ciudades o barrios que faciliten tanto el cerco policial como la dificultad de los disturbios, algo muy similar a las madres/padres que planean el futuro de sus hijos sin contar con ellos. Ante estos últimos sólo hay dos salidas: sumisión o rebelión.
Marc Cerdó (Barcelona, 1974) ha optado, desde bien joven, por la rebelión. En Una llum submergida da cuenta de sus motivos y lo hace estableciendo un diálogo con su madre muerta. Un diálogo que, a modo de El manuscrito encontrado en Zaragoza (Jan Potocki, 1804) y tantos otros, encuentra interlocución en los documentos que su madre (la escritora Xesca Ensenyat, 1953-2009) custodió en vida en un canterano siempre cerrado con llave. La fascinación del niño por el cofre de los tesoros se torna en el adulto en la necesidad de conocer la explicación (si la hay) de las aristas de la madre convirtiéndose así en la interlocutora in absentia de la novela: “El meu document és un exorcisme (un ritu litúrgic destinat a foragitar els mals esperits que colonitzen els cossos). Vull donar-te l’oportunitat que alliberis la teva ànima”.
Una llum submergida es un trencadís de Gaudí, y digo trencadís porque desde el primer texto (el escrito en el que la madre sienta las bases de quien y como va a ser el hijo que lleva en las entrañas: “encara que sembli un desbarat parlar de l’educació d’un nin que encara no té el llombrígol curat, la seva mare opina que l’educació de les persones comença dins del bres”) la voz de la madre llega a golpes de “rauxa” (determinación repentina y caprichosa), trazando un dibujo fragmentario e incompleto por los huecos que, voluntariamente, ella misma dejó sin rellenar (“Callaré moltes coses, Marc. Tanmateix no et pertanyen, no t’importen. Callaré moltes coses”). La rebeldía de Cerdó frente a su madre es el espejo actualizado de la de Ensenyat frente a la suya (“La meva mare no és carinyosa, i jo tampoc puc ser-ho amb tu. Aquesta gentussa em reprimeix, em condiciona”), una relación que la marcó como hija y como madre, oscilando entre el deseo de volar y el deseo de retener y modelar (“La mala consciència en tant que filla, i la mala consciència en tant que mare, et convertiren en una persona a qui el ressentiment va corcar: com un cuc a una poma”).
El modelo de la Carta al padre de Franz Kafka (1919) tiene en la novela de Cerdó el contrapunto de los textos de Ensenyat, en los que la intimidad familiar y el retrato psicológico conforman una estampa no sólo individual sino también colectiva de la Mallorca de los años 70, una época en la que si una mujer no ponía la maternidad por delante de todos sus intereses quedaba marcada tanto en el hogar como socialmente (“La teva incapacitat per sotmetre’t a una disciplina, un impuls irrefrenable de subvertir l’ordre establert, i l’afany de transgredir convencions, et relegaren amb el pas dels anys d’enfant terrible a la trista condició de veu silenciada”). La capacidad fabuladora propia de la escritora trasluce en Una llum submergida como un báculo sobre el que sostenerse y, a la vez, como un determinismo dañino (“El treball de l’artista és transformar la brutícia en un perfum, triomfar sobre la brutícia, elevar-se per sobre de la brutícia: no rebolcar-s’hi. Hi ha alguna cosa de redempció, de salvació, en la creativitat. És l’única salvació possible”).
La mirada del hijo sobre la madre (“tenies un excés d’energia interior, magmàtica, que mai no vares aprendre a canalitzar de forma òptima”), atravesada por la admiración y el temor en la infancia, por el cuestionamiento en la juventud y por la necesidad de respuestas una vez muerta, da cuenta de las contradicciones resultantes si elevamos a la máxima potencia el amor y el tiempo (“Passar un dia al teu costat era excessiu; passar-ne mil, insuficient”), un amor demandante de certezas desde las que construirse, más allá de las imposiciones (“Tu em volies gai i escriptor”), y para las que los documentos del canterano y los propios recuerdos plagados de sombras devendrán pruebas de cargo (“En vida teva ja era un imperatiu interpretar-te a cada punt; i un cop morta, jo no deixo de llegir-te entre línies”).
La vida y la muerte, la fantasía disfrazada de verdad, los ríos subterráneos que conforman las familias, la incapacidad en la entrega, las heridas patriarcales, la creación artística como vía de escape de la realidad, el compromiso como regalo negado… son algunas de las capas con las que Cerdó construye este diálogo de filos cortantes (por ambas partes) que evidencia la construcción y la destrucción, voluntaria o impuesta, de la identidad y de todas sus máscaras.
En Los nombres de mi padre de Daniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984) también hay un testamento vital-familiar, el que recibe Camilo, el protagonista, en forma de notas de voz de su madre enferma (“Una autobiografía llena de digresiones, silencios, trivialidades”). Como en el caso de Cerdó la interlocución es sobre todo indirecta y el ¿camino de baldosas amarillas? se construye a partir de las piezas de un puzle incompleto. En este caso la arquitectura vital del protagonista no parte de las imposiciones ni de la represión o el temor, pero sus cimientos se tambalean ante la posibilidad de que su linaje tal vez no sea el que creía (“Si quisiera convertirme en detective privado, este sería un caso atípico para iniciarme en la profesión. El cliente: mi madre moribunda. La incógnita: mi propio origen”). ¿Quiénes somos cuando no somos quienes creíamos que éramos? (“Una marca. Una hendidura. Su voz con inflexión interrogativa componiendo poco a poco un testamento”).
La búsqueda de certezas lleva a Camilo a viajar desde Ciudad de México a Nueva York con la intención de encontrar a la hija de quien tal vez fuese su padre, Miguel Carnero (el del rito de paso a la edad adulta tras una insólita tormenta de nieve en Ciudad de México en 1967). Ese viaje, justo en el momento en que comienza a remitir la epidemia del covid, no será únicamente el de los tres días en Estados Unidos sino que también será un viaje interior por su vida pasada y por algunos de los momentos más oscuros de la historia reciente de México: el asesinato de estudiantes por parte del ejército en 1971, el afincamiento de líderes nazis en Latino América y la arquitectura (literal) como elemento depredador del espacio público afín al sometimiento de grupos poblacionales (a la estela de las intenciones represivas de Haussmann).
Camilo, el protagonista que recorre a pie las ciudades (se incluyen mapas urbanos con los trazados de sus caminatas: “algo sucede en las ciudades que, al caminarlas, la historia se pliega sobre sí misma como una capa de masa para hacer hojaldre, y las cosas que fueron y las que son entran en contacto de pronto”), narra Los nombres de mi padre en primera persona y al preguntarse por su padre se interroga también sobre sí mismo, sobre sus relaciones (desde aquí solicito un spin-off sobre su ex novia Fabiola Politi), sobre su carrera profesional, sobre su compromiso político y sobre un estar político en el mundo tan distinto del que habitaron sus progenitores en los años 70 (“conocer a Carnero significaba entender una época, reconstruir una ciudad y una forma de hacer política (…) Entender la ciudad en la que vivía implicaba buscarla entre las ruinas”). La cronología azarosa de los hechos responde tanto al flujo de conciencia de Camilo como a los desordenados mensajes de su madre, y el dibujo biográfico familiar se traza a imagen y semejanza de la personalidad materna: “cuando tiene algo importante que decirme, mi mamá habla más bien en parábolas, en anécdotas oblicuas y alusiones”. Este acercamiento lateral, sinuoso, indirecto a la trama, al misterio de su genealogía (¿su padre es Víctor, marido fallecido hace unos años, o Miguel? “se va, vuelve: parece regirse por las mareas, por los ciclos migratorios de las mariposas”), convierte la estructura de la novela en una gran matrioshka-ciudad-señuelo, una metáfora de la concepción familiar y del espacio.
Si en Vivir abajo (Candaya, 2018) Gustavo Faverón tensó desde la ficción (¿sólo desde la ficción?) la vía escapista de mandos de la SS a Latino América, previa aquiescencia de los Estados Unidos, y su huella en la arquitectura de la represión, en este caso Saldaña describe el urbanismo fascista mexicano a partir del ingeniero austriaco Karl Emil Franz Fiebinger (personaje real), a quien Miguel Carnero quiso secuestrar con la ayuda de los padres del protagonista después de denunciar su pasado nazi. A medio camino entre la crónica histórica, la autoficción (el narrador comparte nacionalidad, edad y cierta genealogía con el autor) y la ficción pura, Los nombres de mi padre es también una historia sobre cómo contar (y cómo nos contamos) las historias (“la vida es desmesura y exceso, y cuando alguien la cuenta con honestidad nunca es una sola sino muchas”) y sobre la trascendencia, al igual que en la historia de Cerdó, de los huecos que quedan por rellenar (“Ese es mi método: saturar de voces el silencio. Como si fuera posible. El equivalente emocional de lanzar canicas a un agujero negro”).
En un momento de la historia en el que Camilo rememora su relación de pareja con Fabiola, Saldaña escribe: “Le dije, en cambio, que me interesaban las novelas que no parecían novelas, que estaban siempre a punto de convertirse en otra cosa, en un ensayo o un poema o un manual de cómo extraer el semen de las ballenas o de cómo cultivar un huerto a las afueras de París”. Esta afirmación recoge la esencia formal tanto de Una llum submergida como de Los nombres de mi padre, dos novelas que no lo son del todo, que ensayan y poetizan, que deshacen las estructuras tradicionales situándose en un terreno liminal, dos historias que a partir de hechos reales levantan su propia arquitectura experiencial de la filiación y la identidad (“no necesita más raíz que su identidad, compleja y mutable como son las identidades que no parten de una convicción sino de una experiencia”).