La Patética, de Miguel del Arco (Centro Dramático Nacional, Kamikaze) (Teatro Principal) | por Juan Jiménez García

Hay algo que atraviesa parte del teatro español, con autores que están instalados ahí, otros que llegan, unos que dudo, pero sí y otros que entran y salen. No voy a ser ingenioso si le llamo una nueva comedia española. En realidad, pienso más bien en una manera de entender esta. Todo empieza con Alfredo Sanzol, aunque a mí Risas y destrucción siempre me recordó al Café de la Gare francés. Luego sigue abundando en un humor episódico hasta que llega el punto de inflexión de todo esto: La ternura. En ella encuentra una forma que le conviene y luego tomarán otros. Un teatro narrativo (nada de escenarios estáticos o cuanto menos), con una forma literaria muy trabajada, un grupo de actores más o menos estables, sin temor a enfrentar, desde ese humor, temas serios. Ahí está Pablo Remón y, viendo La Patética, Miguel del Arco también ha probado suerte (con un resultado memorable). No es extraño que venga del CDN que dirige ahora Sanzol, y que ahí esté Remón con sus últimas obras.  

La Patética es una obra sobre la muerte. También sobre la homosexualidad, la música o el silencio. Sobre el miedo, la negación o la posteridad (diría: la eternidad). Pedro Berriel, (qué vamos a decir a estas alturas de Israel Elejalde) es un director de orquesta que está preparando la sexta de Chaikovski. Chaikovski es su obsesión, hasta el punto de convivir, literalmente, con él (Fran Cantos, un perfecto contrapunto). Berriel tiene la misma edad que el músico ruso cuando murió, y él también va a morir. Antes quiere grabar esa sinfonía y no le importa ir hasta Moscú y vender su alma al diablo-Putin (el arte, la política). El caso es que entre todo esto se suceden los momentos, los encuentros y hasta las apariciones. El crítico o el doctor (Francisco Reyes ha logrado ser él mismo siempre y otro, siempre único), el amante (Emilio Buale, en lo que me parece la parte más floja de la obra), sus padres, y aquí ya vamos subiendo la apuesta: Putin, sus amigos del barrio, Montaigne, la Muerte, la Gloria… El drama funciona mejor cuanto más disparatada es la comedia. Es como si Berriel no pudiera asumir la tragedia de la muerte, porque siempre hay algo que se interpone en su camino, un completo absurdo. La imposibilidad del drama. 

La Patética es generosa y cada actor tiene uno o varios momentos para lucirse, como solos en una sesión de jazz. La escena de los amigos del barrio es antológica.  El colega Samu (que también hace de Putin o del padre) es un Juan Paños desatado, con unos diálogos loquísimos que lleva a otro nivel gestual. Inma Cuevas tiene su momento de gloria, precisamente con la Gloria, en plan ángel alcoholizado, y una Irina muy loca, escapada de Las tres hermanas chejovianas. Manuel Pico como Montaigne y antes hace una graciosa presentación para intentar convencer (sin éxito, siempre sin éxito) a la gente de que no toque el móvil. Emilio Buale, como el amante o marido de Bernier, lo tiene más complicado, porque a mí es la parte que menos me funciona, y me funciona menos porque es la que carece de un contrapunto humorístico.  

Capítulo aparte merece la escenografía de Paco Azorín, que parece que no es nada en esa frialdad de estudio, hasta que descubrimos que es un mundo de posibilidades, en el que hay que destacar esos dos niveles en los que se mueven, alcanzando lo simbólico más allá de lo dinámico. Ese plano superior y ese plano terrestre, potenciado, y de qué manera, por la iluminación de David Picazo. A Miguel del Arco le funciona casi todo. Son dos horas de un ritmo endiablado, con un material nada sencillo que toma como base el relato de Arthur Schnitzler, Morir (más las dudas que las certezas), y la correspondencia de Chaikovski. A partir de ahí, se trata de conjugar la creación y sus dudas, enfrentarse a la muerte y el juicio de los hombres, encontrar el silencio entre tanto ruido, pensar en su lugar en la sociedad, como artista y homosexual, o en una posteridad dudosa (que tal vez solo sea el recuerdo de los otros… o de otro). Recoger trozos del pasado, temer al futuro, sufrir el presente.  


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