Vulcano, de Victoria Szpungerg. Dirección de Andrea Jiménez (Centro Dramático Nacional) (Teatre Rialto)  | por Francisca Pageo y Juan Jiménez García

Leyendo el texto de Vulcano, uno podría pensar que se trata de un drama. Con sus puntos fuertes y sus flojedades, que también están, en esa especie de dos historias que conforman una sola: un incendio y una víctima, una persona discapacitada, y el rescate imposible por su vecino, que bastante tuvo con salvar a los hijos, dadas su dos hernias y una vida de duro trabajo a sus espaldas, todo ello contado a una periodista en busca de días mejores y un cámara con ambiciones de artista. Pero al empezar la obra, ya sabemos que no, que Andrea Jiménez decide llevar la obra de Victoria Szpunberg a la comedia. El padre narrando los hechos a cámara, con un toque absurdo, que marcará buena parte de la obra. Lo interesante es que, en esa operación que tenía sus riesgos, los desniveles de la obra se nivelan y todo sale bien, ayudado por unas interpretaciones que acaban por llevar la obra hacia aquello que tenía de más potente: la familia (frente al papel de la prensa).  

Hablar de Vulcano es hablar del dolor, de la culpa, de la inocencia, de una tragedia que no nos deja vivir. Como en una pintura de Velázquez, La fragua de Vulcano, el fuego está bien presente, camina entre todos y con todos. Hay algo que aniquila a los personajes, que los consume, mientras les otorga una humanidad. Intentar echar a los demonios fuera, pero quedándose dentro, muy dentro, como gritando, como descendiendo por las piernas de Inés, la cara de Manu, las manos de Manuel. Intentando escapar, se agitan tan fuerte que ese fuego llega hasta nosotros, nos deja boquiabiertos, espantados y a la vez aletargados, nos sumerge en la calidez de una obra que exhala emoción por todos lados.  

Queremos pensar que ese vuelco hacia la tragicomedia de Vulcano es una manera de evitar que nos martiricemos. El trauma está ahí, la familia desestructurada está ahí, el lado social y psicológico está ahí, pero a la vez nada lo está, en una especie de sentido de la ausencia. Mientras vemos la obra, pensamos que todo está en su sitio. Utilizando quizás lugares comunes que podemos reconocer en el habla, en el ambiente sociocultural y económico de una familia de clase trabajadora: la hija que lleva la casa y quiere ser independiente, con una madre ausente, aspirando a tener un trabajo vocacional que lo cambie todo, el hermano que buscó a la madre en el desierto y también las palabras que le faltan (se las quedó todas la hermana melliza, que salió antes), mientras acaba por gritar “Alba” porque Alba es el amanecer, es la aurora, también la muerta que desencadena todo. 

Unas actuaciones magníficas de Macarena Sanz haciendo de Inés, la hija, y de Eneko Sagardoy, haciendo de un Manu, el hijo, inquietante, deslizándose hacia la ternura; ellos son los portadores del fuego, no el real, sino el simbólico. Sin ellos, la obra no tendría lugar, con unos personajes que determinan la trama, que la sostienen, tejen esa historia, la historia de Vulcano, la historia, incluso, del arte. Porque el arte está muy presente y no solo a nivel escénico (con una cuidada e inteligente escenografía de Judit Colomer Mascaró, que Andrea Jiménez aprovecha muy bien). Es la historia de un nuevo mito y todo mito tiende al símbolo. El símbolo irremediable de esta obra era el fuego, el fuego que todo lo quema, que todo lo convierte en cenizas, pero como un ave fénix estos personajes resurgen de él. Ellos queman a quien les habla de “la historia”, ellos se vuelcan emocionalmente hacia lo que podemos llamar un trauma del símbolo, de lo que no se pudo ver ni tampoco se pudo tocar. El fuego está ahí, irremediablemente hostil, siendo capaz de llevarnos hacia el mismo infierno. 


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