El manuscrito comienza con dos espaldas, como un cuadro de Friedrich. Se intuyen sombrías y encorvadas, y el paisaje que observan es definitivamente tormentoso. ¿Dónde está el recorte de luz que se despide o amanece? En que los personajes son jóvenes y uno de ellos no sueña con pozas desesperadas (de momento), sino con el Mar Blanco. Cita a Dante por activa y pasiva, pero, por mucho que le atraiga el papel, todavía no es un poeta atado a las pruebas del infierno, sino Virgilio. De no ser así, Malcolm Lowry no habría escrito ni siquiera este comienzo, ni lo habría planteado como una obra magna en tres partes.
Pero el abismo no es sólo literario y al final le devuelve la mirada: el manuscrito de Rumbo al Mar Blanco es pasto de las llamas.
Esto sucede en 1944, casi quince años después de que Lowry hubiese comenzado a escribir el proyecto. A pesar de la desesperación del autor ante el suceso, a los lectores nos parece que estas coincidencias no son sólo atraídas por los libros, sino completamente lógicas a su destino. La novela que pretende imitar a la Divina Comedia corre el riesgo de quemarse, por ambición o por la teoría destructiva de los dobles. Y es que la vida de Lowry estuvo marcada de continuo por elementos gemelos no muy bien avenidos: el alcoholismo y la literatura, por empezar en alguna parte, fueron la corona de una demencia que a Lowry sólo le condujo a deambular, cómo no, en círculos.
El primer círculo del averno para Sigbjørn, el atribulado héroe de Rumbo al Mar Blanco, consiste en compararse con su hermano Tor, en apariencia más centrado, más clarividente, animoso, pero origen del pecado que lleva a Sigbjørn a una espiral de descenso infinita. El capítulo que cierra el volumen muestra ya sólo retazos de lo que pudo ser un siguiente salto al purgatorio y, quizá, al paraíso. La manera en que sueña un borracho, llena de lagunas espumosas. El método de escritura del ataque de pánico, que parece prever la mala estrella de un libro.
Rumbo al Mar Blanco pertenece a esa familia de historias escritas más al pie de página que en el texto, en las que se recoge la ansiedad por todo lo acumulado, lo que Lowry puede olvidar y perder en manos de una botella, del fuego o del prestigio. No extraña que la novela esté repleta de citas erróneas o inventadas, mal adjudicadas a otros autores. Aquel incendio privó a crítica y público de leer Rumbo al Mar Blanco hasta muchas décadas después, cuando se descubrió una copia arrinconada, pero la desaparición temporal sustituyó a la degradación inevitable: Lowry es más citado que leído, al igual que los libros que el autor cita a su vez, como Moby Dick o los versos de Dante.
La trayectoria de Lowry no fue fácil, pero en realidad su vida lo tenía todo para serlo; en la misma medida, su pluma estaba dotada para triunfar entre la apreciación literaria, pero 2014 no es un momento conveniente para su redescubrimiento. Malcolm Lowry prefirió obsesionarse con que su nombre coincidía con el del hijo, muerto prematuramente, de Herman Melville, aunque era un muchacho que vivía en una casa estilo Tudor y ganaba campeonatos de golf. Lo que a mediados del siglo pasado era la lucha por excelencia del autor de buena familia, hoy en día cae en el cajón de las historias de chicos blancos -la gente rubia, se cita aquí-, graduados en Cambridge, Oxford o Yale, que arrastran sus petacas y su no menos privilegiado existencialismo crónico, mientras una amante que siempre se llama Nina o Laura o Lara vive en un rincón amueblado de un círculo de intelectuales y bellas artes.
Rumbo al Mar Blanco es una novela de mar realmente no escrita, la novela imaginada a partir de las muchas novelas del mar leídas por Lowry. Como tal sólo le queda seguir a la deriva, sin cierre, sin ballena blanca o negra, sin la quietud que raramente aporta el océano o la buena literatura.
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