Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, de John Berger (Nórdica) Traducción de Pilar Vázquez. Ilustraciones de Leticia Ruifernández | por Almudena Muñoz

John Berger | Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos

Cuando a principios de este año murió John Berger, se escribieron muchas cosas que pretendían celebrar la urgencia inmortal de alguien que acababa de desaparecer y sobre quien el día anterior, seguramente, no se escribió nada. En eso no consiste ser recordado ni laureado; esa es la noticia, el obituario. Como una fotografía que no representa la imagen: la fotografía ha durado un poco más que el momento captado por la cámara, ha dado el salto de la fugacidad a lo breve.

Las piezas que se juntan en Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos son también pequeñas, recortes en vieja lata de galletas. Los encuentros con animalillos en carreteras rurales, un cementerio escocés, Hendrickje Stoffels, unas lilas, las fotografías que se guardan en la cartera.

Pero también los recuerdos que, por ser más dolorosos, se resisten a abandonar el cuarto de invitados: los niños ajenos que evocan los propios que ya crecieron o nunca se tuvieron, las separaciones, las muertes, las emigraciones, los debates de la existencia que siguen sin respuesta, el pasmo de sentirse fatigado, envejeciendo. Al reunir todas estas huellas, en apariencia sin otra conexión que la experiencia y el cariño de Berger en ellas, el hombre deja paso al pensador y se encuentra con que todo cabe en dos archivadores: el espacio y el tiempo. Todo es metaphora, maleta, bajo ese par de cierres implacables

La acuarela es breve, pues el papel absorbe el agua con avidez. Las ilustraciones de Leticia Ruifernández que acompañan el texto son entonces breves, pero recogen la eternidad que veía Berger en lo fugaz, como el Arte que tan caprichosamente pasa de moda, viaja por salas de exhibición y muda de propósito entre comedores privados, palacios abiertos al público y compartimentos secretos en apartamentos de millonarios. El Arte no conquista, pero al menos se pelea con el tiempo y con el espacio. Berger recoge estas breves y diminutas victorias, y quizá en sus libros y en su serie de televisión para la BBC quiso explicarlos cómo verlas a partir de cómo las veía él, aunque al final todo son brotes que invitan a reflexiones nuevas y nuestras. Las esquinas del libro, marcadas por hojas, bulbos, ramilletes, vías de tren, corolas y atardeceres.

En su dedicatoria, Leticia Ruifernández califica a Berger de raíz y alimento, y en efecto del libro brota un pájaro (en portada), unas constelaciones (en las guardas) y un árbol, más o menos tupido, en la mente del lector. El ramaje de los capítulos puede entenderse como algo azaroso, del ensayo filosófico a la pieza de diario personal y al poema; o como una ordenada carta de amor,cuya memoria siempre viaja en círculos concéntricos, cada vez más cerrados e íntimos. ¿Acaso, al mirar hacia arriba, hay relación verdadera entre la hoja, y si ésta es de otoño o de primavera, la rama vecina, el edificio del fondo, el trozo de cielo? En las páginas de Berger el hilo común no existe más que como paisaje general, y sólo el que abarca la vista humana, con sus prejuicios y limitaciones, en un momento dado. Por eso es tan fugaz y tan verdadero decir lo mismo que los obituarios, que Berger era humano, y es eterno.

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