El viento y la sangre, de M.A. West (Navona) | por Óscar Brox
Pocos géneros literarios como la novela negra poseen la capacidad de conectar con tanta facilidad al lector con las enfermedades morales de su tiempo. Los trapos sucios del capitalismo, las facturas pendientes de visiones cortoplacistas de la vida o las secuelas del pragmatismo (y el ventajismo) más salvaje han cuajado algunos de los retratos más tenebrosos de la trastienda de nuestra condición humana. Hasta llegar a Jean-Patrick Manchette, probablemente el punto omega de una forma de entender el universo noir, el género ha dado una serie de volantazos estilísticos entre el psicologismo y una querencia cada vez mayor hacia la estetización de la violencia. Todo ello, en numerosas ocasiones, desde los márgenes que delimitaban libros de edición barata y papel malo, construidos para su consumo rápido y su olvido inmediato. Lo que viene a definir a esa constelación de autores que se arremolinó sobre un mismo concepto: la novela pulp.
El viento y la sangre, la novela de M.A. West convenientemente rescatada por la colección negra de Navona, es una obra pulp. Quien se acerque a ella encontrará los decorados de pueblos perdidos de la geografía estadounidense que funcionan como dormitorios para los criminales en fuga; el clima enrarecido de los bajos fondos, donde se larva una visión alternativa de la justicia y el capitalismo (y sus múltiples aristas) adquiere su sentido más completo; o ese fatum que, por mucho que intentemos eludir, siempre está al acecho para ajustarnos las cuentas. La violencia, medio de expresión, no será tan histérica como en el neopolar ni tampoco tan sórdida y psicologista como en un relato de Jim Thompson. Pero sí inevitable, como una crecida que destroza las compuertas de una presa y hace cundir el sálvese quien pueda. De eso trata, a fin de cuentas, la novela negra: de las telas de araña que tejemos con nuestras malas decisiones, de cómo nunca estamos completamente liberados de nuestro pasado y cómo el precio a pagar para conseguirlo suele ser demasiado alto.
En la novela de West, el secuestro de una niña se confunde con el misterio del rescate, una fuerte suma de dinero, que ha desaparecido; una corista frustrada que ha intentado cambiar de vida se las tiene que ver con el hombre para todo de un grupo mafioso; y un pobre desgraciado, al límite de su vida, cree que el dinero robado le va a proporcionar otro futuro. De una u otra manera, todos acaban atrapados por ese botín, el dinero que traza una línea imaginaria desde Chicago hasta un pequeño pueblo de Dakota del Sur. Y, he ahí su lección moral, hacen lo que mejor saben hacer: matar, huir o resistir hasta el último aliento. Blanco o negro, no hay alternativa. West narra la historia como si cada palabra le quemara en la punta de la lengua, con esa velocidad propia del género que, sin embargo, no olvida una de sus grandes virtudes: esa capacidad, casi cinética, que logra poner en imágenes las sucesivas descripciones que tienen lugar durante la novela. Sin grandes aspavientos, con una economía de medios que hacen del menos un más.
Lorna, la camarera fugada de Chicago, ex prostituta, ex corista o ex lo que sea, solo busca espantar su pasado y conservar el poco presente que ha logrado reunir. Rudy Bambridge solo quiere terminar rápido con su trabajo y apuntarse otro tanto con su jefe de la mafia. Y Danny Morton, en fin, Danny simplemente cree que con mucho dinero puede convertir el futuro en aquello que le habría gustado que fuese su pasado: una vida junto a Lorna sin tener que sobrevivir a base de timos y del menudeo. Pero West sabe que todas esas pretensiones nunca pueden terminar de cumplirse; también, que el árbol de la codicia es probablemente aquel del que más personas han terminado colgadas. Por eso narra, con la misma cadencia apresurada con la que un Phil Karlson rodaría la película, el inevitable choque de trenes que simbolizan los destinos de sus tres personajes.
En El viento y la sangre la galería de personajes viciosos y malnacidos no es precisamente breve; están desde los violadores de menores hasta los asesinos sin un ápice de escrúpulos, los hombres de negocios y los macarras de barrio. Sin embargo, a West le interesa más reflejar el efecto que ahondar en su psicología, visualizar los cadáveres que deja a su paso el tremendo embrollo y no tanto incidir en su origen. Al fin y al cabo, a todos nos da miedo zambullirnos en esos pensamientos oscuros que manejamos cuando estamos en apuros, esos que desencadenan nuestra mala moral y que creemos tener bajo control hasta que nos acaban dominando. Y si bien El viento y la sangre es una novela de huida y destino, de lo muchísimo que cuesta limpiarse la costra del pasado para poder seguir con nuestro camino, también versa sobre la condición humana y sus enfermedades contemporáneas. En su presentación, Thalía Rodríguez y Alexis Ravelo, traductores de la obra, invitan al lector a decidir las cualidades de eso que generalmente se había despachado como producto de un artesano del pulp. Y si bien el libro de West rezuma ese aliento por sus cuatro costados, no es menos cierto que, a cambio, ofrece uno de los retratos más sórdidos del capitalismo: ese que, por querer tomar un atajo, cerrar rápido un problema o proporcionarte una escapatoria, puede llevarte a frecuentar los rincones más oscuros. Ese que, entre susurros, nos advierte que no hay bestia más feroz que el deseo de sobrevivir a toda costa.