Hilda y el bosque de piedra, de Luke Pearson (Barbara Fiore)| por Almudena Muñoz

Luke Pearson | Hilda y el bosque de piedra

En pocos años, un algoritmo ha suplantado al esfuerzo que requería decidir según qué baremo decidimos si algo es o no interesante. Esa inteligente máquina de reunir y amasar datos que es Netflix convierte, si no en oro, al menos en estatuilla dorada temporal todo aquello sobre lo que sopla. Y no porque sea un Midas irresponsable; a veces su dedo se posa sobre historias que realmente merecerían más entusiasmo y difusión, aunque ni siquiera la agenda de Netflix las haga saltar a la fama.

La adaptación de la serie de cómics de Luke Pearson es uno de los proyectos animados de Netflix más sorprendentes a medio plazo, pero Hilda aún no es tan conocida fuera de los círculos de lectores asiduos al tebeo y del mercado anglosajón. ¿Se debe esto a que Hilda es una niña? ¿A que el ritmo de publicación de cada tomo es demasiado lento en comparación con la estrategia de Netflix de difundir todos los episodios en un mismo día? ¿O es cosa de esa tierra de nadie en la que se ubica la vida de Hilda, un espacio absorbente adonde va a parar de todo: los conflictos familiares, las criaturas fantásticas y los calcetines desparejados?

Al margen del crecimiento lento pero potente de Hilda en la escena del cómic infantil, sin lugar a dudas su lenguaje lo pone fácil a cualquier adaptación audiovisual, pues Pearson se vale de una ruptura continua de las viñetas para dirigirse adonde necesite la acción. Túneles mágicos, discusiones, narraciones silenciosas con cambios de luz y saltos de perspectiva compiten en este mundo donde conviven lo más diminuto y lo gigante, como personas del tamaño de meñiques y montañosos trols, aunque la medida de referencia siga siendo humana. Hilda y su madre son el epicentro de una serie de aventuras en las que, en realidad, lo extraordinario forma parte del paisaje y su irrupción en el día a día no es tanto un impacto como un incordio frente a lo corriente, como un viernes con planes de helado y juegos de mesa. Al igual que en las películas de Studio Ghibli y los libros de Roald Dahl o Diana Wynne Jones, las criaturas más raras pueden ser invitadas a la mesa tranquilamente y las niñas son decididas, brutas, bocazas, cariñosas y valientes, porque en el mundo de Pearson nada de eso es un apunte especial, sino la norma.

Las cinco historias de Hilda publicadas hasta la fecha no se proponen ninguna moraleja recurrente; es más, aunque la estatura de Hilda no cambie, sí lo hace la relación con su madre y la forma en que afronta los problemas habituales de la niñez, desde mudanzas de ciudad y colegio hasta compaginar las obligaciones escolares con los excesos de imaginación y energía. El trazo de Pearson contiene ecos de otros historietistas que encajaron con todo tipo de lectores, como Morris y Goscinny, y de ese renacer de la animación bidimensional como algo hecho de capas trepidantes y complejas pero estéticamente suaves, tal y como han demostrado las series Gravity Falls (2012-2016), Más allá del jardín (2014) y el próximo remake de Patoaventuras. Hilda y el bosque de piedra es la primera entrega que no ofrece una aventura cerrada, sino un cliffhanger final totalmente opuesto a la filosofía de consumo de Netflix. Una llamada, quizá, a que no olvidemos a Hilda mientras se fragua una nueva historia, y a ese tejido entre la insatisfacción y lo satisfactorio que rodea nuestro trato con la ficción desde que somos pequeños.

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