Calabobos, de Luis Mario (Reservoir Books) | por Gema Monlleó
“Escuchadme criaturas
sordas
escuchadme porque las
olas -estas olas-
ya se arrastran
hacia mí”
Cuchicheos de mejillón
Termino Calabobos, la última novela de Luis Mario (Cantabria, 1992), con la humedad adherida a la piel, con el rugido del mar en mis oídos, con la persistencia de la lluvia filtrándose entre las páginas. Termino Calabobos con la sensación de un descubrimiento que va más allá de la historia, del autor, ¿de la tierra?, ¿de esa tierra? Termino Calabobos desechando por manida la etiqueta del realismo mágico y pasando a hablar del imaginario montañés de lo “real maravilloso” (así lo bautizó Alejo Carpentier en 1949), de un realismo ¿fabulado? que se mueve entre mejillones y cuerpos inertes, entre olas y violencia, entre silencios y gorriones y mezquindades y vainas con dientes y la brama salada que entona poemas como cantos odiseicos (“En el norte la mar es un dios / si es que existiera un dios en el norte”). Porque Calabobos es un canto (con un coro –χορός- de mejillones). O un grito. O un aullido. O un lamento. Y también es un susurro. Un murmullo. Un runruneo de voces en una única voz que, desde una oralidad (y musicalidad) rural, cuenta y calla y teme y recuerda y proyecta y silencia “pa dentro” y elucubra “despazuco”.
En un pueblo del Norte Mariuca, la niña de los zapatucos negros ortopédicos, la “sunormal” de “los puñucos cerraos, siempre cerraos”, nace de un mejillón. Y Mariuca, la que “tendría las orejas llenas de tomates de mar y la garganta llena de algas y nunca”, se pierde un día de lluvia, uno de tantos días de lluvia, un día en que sube la marea y las rocas y los percebes y la arena y las nécoras y los cangrejos se estremecen bajo el agua hasta que llega la plea y suran pecios en el agua salada. El protagonista, el nene, su hermano, la busca y, mientras la madre espera en casa, él camina y corre entre los charcos y el barro y los prados y las uñas de gato y la lluvia silente llueve “de lao”, llueve “p’arriba”, y te cala y te deja “empapao”.
Y el nene no tan nene (aunque Mario no indica la edad se trata de un adulto), mientras busca a Mariuca, recuerda la muerte de su amigo Chanín (roca y ola y lluvia y muerto a la espalda y cárabo que canta), y las vainas invisibles que desgranaba “la güela, la mi pobre” frente al ventanuco, y el velosolex de su tío el Terio que llevaba cartas a Miliuco (“Y que las cartas que tú me traes vienen mojadas, sí, pero no están saladas”) y que se fue “pa Las Machorras”, allí donde él, hace ya tanto, llegó corriendo y empapado y tiritando para convertirse en el Hombre Pez y conocer a la Mujer Osa (conocer bíblicamente, conocer como perderse “entre el forraje de su vientre”), y saber de las tudancas y de los círculos de setas y de las brujas y de los sapos que las miran bailar. Porque Calabobos es mitología y bestiario, es sensorialidad mágica, es realidad invertida, es metamorfosis subjetiva, es sinestesia literaria y poética. Y porque en Calabobos el lenguaje, las palabras en cántabru, expanden el paisaje y amplifican e invocan los hechos que el nene cuenta y calla en un monólogo interior en el que el tiempo va y viene bajo la lluvia, es pasado y es presente, es prado y barrizal, es manos rebañando con pan los mejillones a la marinera y también es manos clavando estacas mientras la lluvia sigue lloviendo “de lao” y “p’arriba” y “pa calarnos lo que nunca”.
Contiene Calabobos los silencios de las familias, los de las violencias soterradas, los de los golpes a puerta cerrada, los de las mujeres secas tras las tortas, los de los muertos por soga o por ola o por hostia. Los silencios que sólo a veces dan sosiego a la violencia, cuando callan el dolor más hondo: el dolor de la herida y la semilla. Y es en el esbozo de ese silencio donde Mario siembra detalles (pistas) que alumbran las sombras de una pistola de Chejov que jamás llega a dispararse. Y es que, en coherencia con la historia, el autor no nombra lo innombrable y cuenta la concepción de Mariuca como el día en que la madre salió a por leña y el mar la cubrió y le dio un “feto pequeñuco y arrugao” que meterse dentro y que casi la mata pariendo (“com’una galerna fue su parto”).
También contiene Calabobos los silencios colectivos (no es ningún pueblo concreto, pero es todos los pueblos a la vez), los de la comunidad que asiente por acción u omisión (“Nadie quiere una muerte de las que’n lugar de lamentarse por ti, ya difunto y fácil de lamentar, la gente te culpe”), que acusa o mira para otro lado cuando te acusan, que hace propios los odios al diferente, que encuentra sosiego en el unga-unga de las masculinidades frágiles (siempre las masculinidades frágiles: la homofobia, la misoginia, los ritos de paso putas mediante… “En el norte los hombres / no llevan flores a los / muertos”), que confunde chisme con secreto (“En un pueblo las historias están más vivas que las garduñas”) y que cuando se encabrona escupe a la cara del de en frente “maricón” o “vete a tomar por culo” o ninguna palabra porque todo es zurrarse tras un “que a mi no me das la espalda me cagondios”.
Hay en la genealogía de Calabobos algo de lo que también había en la nunca suficientemente reivindicada El mar indemostrable (Ce Santiago, La Navaja Suiza, 2020): primitivismo, belleza, violencia, pobreza, tragedia y un puzle de voces en constante interrupción por el naufragio de las palabras y de quienes las pronuncian, y que si allí eran bancos de caballas aquí son constelaciones de mejillones aferrados a las rocas, y en ambas el agua es letanía y ruina y muerte y relente y margen y espera y, a veces, algunas pocas veces, burbujitas de oxígeno y esperanza y vida. Hay, también, en la estirpe de Calabobos el determinismo y el estigma, la herencia inextricable y maldita (“Porque aquí en el norte de tus padres na más se hereda la casa, los anillos de boda y las desgracias. No hace falta que le ocurran a uno, que si le ocurrieron a tu padre o a tu madre tú las llevarás igual encima”), el fardo a la espalda de los nombres y las decisiones y los muertos y las muertes (“A eso suena el mar en el norte. A violencia. A hostia suena”). Un ejercicio literario de resistencia (“No es que seamos duras, las personas d’estos pueblucos, es más bien que nos llovió demasiado y siquiera nos dimos cuenta”) que traza complicidades con las novelas Cometierra (Dolores Reyes, 2019), No es un río (Selva Almada, 2020), Et vaig donar ulls i vas mirar les tenebres (Irene Solà, 2023) o Terres Mortes (Nuria Bendicho, 2021) y con las películas As bestas (Rodrigo Sorogoyen, 2022), por lo real maravilloso con Vacas (Julio Médem,1992) o Lazzaro Felice (Alice Rohrwacher, 2018), y por lo antropológico con el díptico no formal que componen Las Hurdes, tierra sin pan (Luis Buñuel, 1933) y Lejos de los árboles (Jacinto Esteva, 1972).
La música de Calabobos, la del cántabru que se cuela en palabras y expresiones y pausas (como sucedía con el canario de Andrea Abreu en Panza de burro), convierte la novela en un oleaje de peculiar cadencia que actúa como una burbuja que abduce del presente, del hoy con su ritmo y su tempus, y que ofrece una vista calada y húmeda al mar (“la única forma de mirar cerca y lejos al mismo tiempo”), a la lluvia sobre el mar, al agua con agua y más agua. Una música que también compone silencios en páginas que respiran con una única frase en el centro, pecio escupido por el mar, como un ahogado en la playa: espacio en blanco para boquear antes de correr y mirar y tocar (“Su silencio suena a lluvia”).
Termino de escribir sobre Calabobos y sigo con la humedad adherida a la piel, con el rugido del mar en mis oídos, con la persistencia de la lluvia filtrándose entre las palabras. Termino de escribir sobre Calabobos y el equilibrio entre belleza y violencia, entre mito y verdad, entre lirismo y silencio me habita. Algunos libros son para explicarlos. Otros son para leerlos. Calabobos, pura sensorialidad, ingravidez a ratos, es de estos últimos. Que mi recomendación la escriba la pleamar en la arena con valvas de mejillón.