El desierto blanco, de Luis López Carrasco (Anagrama) | por Gema Monlleó

Luis López Carrasco | El desierto blanco

“La distopía siempre es reaccionaria. Estás clausurando el presente desde un futuro aterrador.” 

En una escena de El desierto blanco Javier, metido a guionista por obra y gracia de un creador publicitario, explica a sus amigos que para que un blockbuster de terror funcione “los miedos deben ser contemporáneos”. Bienvenidos a nuestro mundo, a nuestro aquí y ahora. Bienvenidos a la era de las pérdidas always connect. Como en su película documental El año del descubrimiento (Premio Goya, 2021) el ayer y el hoy allí, el mañana y el hoy y el ayer aquí, tienen una frontera tan difusa que lo que menos (nos) importa en realidad es saber en qué momento nos encontramos, lo importante es constatar que estamos en el momento del derrumbe, un derrumbe del que tomar conciencia hoy, que comenzó ayer y que tal vez podemos evitar que se complete mañana. Bienvenidos a una apuesta por la utopía disfrazada de distopía leve. Bienvenidos a una historia de realismo triste que supura belleza y ternura y que apela a nuestro, a veces aletargado, espíritu crítico. Bienvenidos a la contemporaneidad especulativa y a su juego de espejos. Bienvenidos a un western fronterizo, a un elogio del extrañamiento, a una apuesta (todavía) por la posibilidad. 

Luis López Carrasco (Murcia, 1981), productor, director y escritor, ha ganado el Premio Herralde con su primera novela El desierto blanco. Cuando supe de la noticia me pregunté cómo sería la narrativa literaria de López Carrasco después de haber disfrutado de su narrativa cinematográfica y, pese a que él afirma que en cada uno sus mundos viaja con un medio de transporte distinto, la impronta del conductor no es tan distinta en ambas facetas. Retratista de la memoria social (y política) de su (nuestro) tiempo, pone el foco en hechos concretos desde los que nos ofrece una panorámica que va ampliándose en un travelling tanto cinematográfico como literario. El viaje lector por el polisémico desierto del título va de la mano de personajes diferentes en cada capítulo, retomando así la polifonía made in López Carrasco que ya disfrutamos en El año del descubrimiento. Quién narra qué (“el poder es opaco y a la vez reflectante, una barrera de luz”) es importante en tanto del hecho narrado no tanto de la voz que lo expresa, por más que en el juego de los enigmas cada personaje desvela desde su propia mirada.  

“Delante de mí estaba al fin el futuro, pero el futuro, recién acabada la primera década del siglo XXI, parecía haberse retrasado hasta nuevo aviso”. Tal es la sensación de Carlos al salir de una absurda (y cruel) dinámica de recursos humanos para conseguir un puesto de librero. Tal es la sensación de tantos jóvenes que en 2011, en pleno reventón neoliberal, comprendieron que el contrato social se había roto y que el futuro, según la definición heredada de sus ancestros, no existía. Carlos recuerda aquel momento, el Madrid de aquel entonces que ya apuntaba a la gentrificación (“¿quién era el destinatario del regalo en que se había convertido nuestra ciudad?”), la diáspora de compañeros dispersados por el mundo, las miserias del nepotismo “de baja intensidad” en el trabajo de Aitana, su pareja (“un ejército de enchufados, ¿Quién se va a mover si están todos ahí por un favor?”), la incipiente sensación de expulsión sin identificar todavía claramente de dónde ni mucho menos por qué…  

“Quizá mi error fue no romper nada. Quizá deberíamos haber roto algo para saber mejor de qué estábamos hechos”. Son palabras de Aitana, pero podrían ser también palabras de Carlos, de Jimena, de Pacheco, de Eduardo, de cualquiera de los amigos que se reúnen en una segunda residencia (paterna o materna, claro) a pasar un fin de año. Un fin de años de hace años, un fin de año que explicita el último reducto si no de la inocencia sí de la posibilidad, un fin de año en el que aún era posible ser tan dichosos como despreocupados, desconocedores de los peligros que “todavía no éramos capaces de ver, nombrar o imaginar” a pesar de que algunas desilusiones ya (los) rompían por dentro. No, no sabían de qué estaban hechos, pero ya intentaban la recomposición como antídoto a la parálisis (individual) y al colapso (social).  

Y es que ese es el tono de López Carrasco en El desierto blanco, el que más que apuntar sugiere (de ahí el encabalgamiento de elipsis), el que señala desde la empatía y no desde las miserias, el que bascula entre varios escenarios (al igual que el pasaje en que Carlos rompe la cuarta pared: “estoy allí con ellos y también estoy aquí, a vuestro lado. Estoy, de nuevo, en dos sitios a la vez”) dejando caer las pistas justas para construir la nebulosa del futuro, la nebulosa de otro mundo más allá de este (“yo intenté sentir esa ligereza que produce estar en los espacios que no han sido nombrados”) porque literalmente está en otro planeta (sí, la expulsión disfrazada de decisión -¡hola, ultracapitalismo!- llega. Y no, no es espólier). El contrapunto a la pareja protagonista es el hermano de Carlos. Él, por significarse demasiado en el pasado (“expulsado de la universidad en el bienio ultra”) y previo paso por la cárcel no puede acceder a la promesa del nuevo mundo y regresa a la casa de campo familiar para alumbrar un renacimiento o el último descalabro. Sus correos electrónicos (“Charly, Charly, querido Charly, hermano menor-mayor, te escribe tu hermano mayor-menor”) son la cartografía de otras realidades (incluyendo las emocionales: “¿nos libra la serenidad del peligro?”), el ancla de la memoria de un lugar que todavía contiene la infancia (“la tarde que llegué me sobrecogió tener ante mí toda mi memoria”), un asidero que quiere ser más reactivo que melancólico, una conciencia que lucha contra el aletargamiento y la neurosis en medio de un miedo colectivo (tan contemporáneo, regresando al inicio de la reseña), un reducto que apuesta por la vida (¿es insensato mudar una piscina en un huerto?) en medio de un paisaje que se mantiene pero está muerto (y trazo aquí un hilo con la película Quest -Antonina Obrador-, donde la flora ha perdido su movimiento celular), y la descripción (literal y metafórica) del dolor existencial tanto a nivel individual (“parece que con el paso de los años la pena se convierte en ansiedad, ¿no crees?”) como antropocénico.  

López Carrasco sostiene a sus personajes con los alfileres de un lepidopterólogo, los mismos que en una investigación policial sujetan los hilos que dibujan una realidad. Algo de ambos hay en El desierto blanco, porque todos aletean a distintas velocidades, porque lo no explícito (que imagino como el agotamiento por ultra-extracción de recursos ecológicos tintado a ratos por el intento capital-demiúrgico de provocar Los juegos del hambre) puede proponer (y ahí cada lector que siga su intuición) la resolución de un misterio (¿hasta qué punto los narradores son fiables?). Y también porque los hilos me llevan a tirar de relaciones con otras obras: El tiempo de la promesa de Marina Garcés (en la rebelión humanista ante la sádica promesa del fracaso civilizatorio que no es más que el fracaso del neoliberalismo), Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro (por el futuro indeterminado, la apuesta por la utopía y la ficción científica), Mira las luces, amor mío de Annie Ernaux (por la disección social de las compras y el comportamiento en el supermercado la noche de fin de año), algunas novelas de Rafael Chirbes (aunque con un tono más “amabilizado”),  las películas El triángulo de la tristeza de Ruben Östlund (en el accidente de avión de Jimena, aquí con los comportamientos más contenidos porque la “aventura” dura sólo un día pero con una cavilación que apunta a lo político durante el rescate: “tuvieron la sensación de que habían dejado de ser pasajeros para convertirse en rehenes o, algo incluso peor, refugiados”) y Las distancias de Elena Trapé (por el vaivén éxito vs fracaso de la generación de universitarios abocados a la emigración y las decepciones y frustraciones inherentes) y la obvia con El método Grönholm de Jordi Galcerán (en el ridículo role-playing inicial basado en la propia experiencia del autor).  

Intento decidir si las realidades que El desierto blanco plantea son finiseculares o primiseculares, si poner el peso de mi lectura en la catástrofe postcontemporánea como destino inevitable o si tomar las reflexiones de los personajes como avisos parpadeantes de la responsabilidad individual todavía en nuestras manos. “Me gustaría pensar que aquel día todos nosotros descubrimos que la vergüenza puede ser sustituida automáticamente por la adrenalina si se da con los resortes adecuados y la recompensa oportuna”, piensa Carlos al recordarse en la ficción de recursos humanos en 2011. Quizás en un buen espejo, y en atreverse a mirarlo, esté la resolución a esta duda, así como en poner palabras, en narrar, como respuesta última a la doble pregunta del e-mail del hermano de Carlos: “¿Es que la única manera de preservar las cosas es nombrándolas? ¿Un léxico más rico determina un mundo más heterogéneo?”. Narrar evitando los peligrosos cantos de sirena de la nostalgia, narrar serenamente pese al estrés recurrente de los acontecimientos, narrar las microhistorias que terminan componiendo una memoria generacional (“para algunas personas recordar es sumar imágenes, pero yo creo que recordar es actualizar emociones”). Narrar desde “el borde del horizonte”. 


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