Bajos fondos, de Luc Sante (Libros del K.O.) Traducción de Pablo Duarte | por Juan Jiménez García
Nos gustaría pensar que detrás de toda gran ciudad hay una gran historia. Grandes hombres, grandes aventuras, grandes pruebas del espíritu. Toda construcción sería la causa de una voluntad de ser, de permanecer. Y sin embargo… No, tal vez no. Bajos fondos, de Luc Sante, es la reconstrucción de esa otra ciudad que no busca permanecer, sino sobrevivir, y que vive en un presente continuo, en una oscuridad visible (porque solo hay que querer ver). Pongamos esa Nueva York entre 1840 y 1919, aproximadamente. Nueva York como ciudad en la que se encuentran todos los vicios enfrentados a unas pocos virtudes. Cómo esos vicios son capaces de darle una personalidad y una forma y su desaparición no deja de ser una tragedia más entre otras tantas. Porque son nuestros defectos los que determinan nuestra personalidad, por encima de unas pocas virtudes.
Luc Sante divide su libro en cuatro partes, cada una de ellas como la cara de una misma figura geométrica. Está el paisaje, la ciudad en sí misma como algo físico, como un puñado de calles que la atraviesan, la inventan, le dan su forma y acaban por darle un sentido. Cómo esas calles acaban siendo un hogar, ese reducto del que raramente salimos, por muy grande que sea todo lo que se extiende alrededor. Lugar de inmigración, la ciudad se convierte en un puñado de retales-barrios de materiales distintos cosidos burdamente: un lugar para los chinos, un lugar para los irlandeses, un lugar para los alemanes, un lugar para los negros, un lugar para confundirlos a todos. El paisaje es el cuerpo. El cuerpo de la ciudad, un cuerpo que el escritor periodista retrata minuciosamente, con la pasión por las cosas desgraciadamente perdidas. Cada cicatriz es la historia de algo y esta historia debe ser contada, porque es su Historia.
El cuerpo, el paisaje, contiene la vida. El cuerpo, el paisaje, es atravesado, roto, por esa vida. La vida parte en todas las direcciones, le da un sentido a la ciudad. La vida son los teatros (no solo está Broadway, sino también el lado oculto de Broadway, Bowery, lugar para las obras más canallas, los públicos más exaltados), las tabernas, la droga (en especial esos lugares míticos que son los fumaderos de opio, importados, como tantas cosas en Nueva York… tal vez todo), el juego ilegal (cuando todo el juego era ilegal) o los burdeles. Ese cuerpo podrido, lleno de enfermedades, es esa vida, y es el producto de la voluntad de muchos frente a las ideas de unos pocos.
Pero en toda esa geografía informe de lugares y espacios para todos los vicios, están los nombres. Una constelación de personajes y personalidades, de constructores de esa mitología, de habitantes del laberinto. A ellos dedica Luc Sante la tercera parte, la parte de la personificación del mal. Conocemos los pecados pero necesitamos conocer a aquellos que los administraron, como otros administran sacramentos o buenas intenciones. Sí, está el hampa. Las bandas que lo movían todo, desde los irlandeses a los chinos, con constantes enfrentamientos entre ellos, pero no es menos cierto que todas ellas contaban con la complicidad de la policía corrupta, una policía que solo podía sobrevivir alimentándose de esa podredumbre. Cómo se alimentaba la política, igualmente corrupta, igualmente parte esencial de ese cuerpo enfermo, frente al que nada quería hacer. Cómo era inevitable la iglesia, tanto en sus intentos por salvar a alguien, como en su propia imperfección, que la convertía a menudo en uno más. Todo ello bajo la mirada ocasional de aquellos a los que Sante llama turistas, esos extranjeros venidos de todos lados, como Charles Dickens, para levantar testimonio de ese fin del mundo que también era su principio.
Podemos pensar que todo esto era la parte oculta de ese monstruo que empezaba a ser Nueva York, pero no es así. Esto estaba a la vista de todos, era el día a día. Ni tan siquiera se quería mirar a otro lado, simplemente estaba ahí con una insistencia temible. Tras ello, se podía encontrar otra ciudad, invisible, que contenía a las víctimas o, peor, a los nadies. O simplemente a los otros. Ahí encontramos a los huérfanos, muchos de los cuales ni tan siquiera lo eran. Críos dedicados a cualquier cosa, que uno podía encontrar por todos lados. O los vagabundos, que en realidad no eran más que los desechos de los desechos, enfermos o locos, y que solo servían para sacar algo de dinero utilizándolos como un artilugio más. En los márgenes se encontraba, del mismo modo, la bohemia, tal vez con menos problemas pero no más integrada. Una bohemia que iba ocupando la pobreza de los demás, desplazándolos a otros barrios aún peores, mientras ellos vivían en sus nubes escondidos en cualquier rincón, como en Greenwich Village.
Luc Sante acaba su recorrido fundacional de la ciudad de Nueva York de una manera crepuscular: a través de la revueltas y de la noche. Las revueltas son el lado desconocido de toda esa historia, aquello que siempre se quiso esconder bajo la alfombra imaginaria del tiempo o el olvido, pero lo cierto es que la ciudad, ese hervidero, tuvo no pocas e incluso multitudinarias y peligrosas. Y después de todo queda la noche, que es ese instante mítico en el que la ciudad se recoge sobre sí misma y se abandona a un tiempo impreciso, que no responde a relojes ni a medidas humanas. La noche como punto y seguido. También en el libro de Sante, tremendo documento, abrumador canto, de mundo desaparecidos por la evolución natural y el cansancio, o porque es imposible mantener esa intensidad, incluso en los bajos fondos de una ciudad entregada a ellos.
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