Mentiras de mujeres, de Liudmila Ulítskaya (Anagrama) Traducción de Marta Rebón Rodríguez | por Juan Jiménez García

Liudmila Ulítskaya | Mentiras de mujeres

Mi experiencia con la mentira es reducida (o muy amplia, como la de todos), pero está lejos de poder servir para construir un tratado sobre el tema. Ni tan siquiera aproximaciones. Poco me cuesta darle toda la razón a Liudmila Ulítskaya en su prólogo y, de no ser cierto, tampoco me importa, porque estos relatos serían suficientes para darle esa razón y tomarlos por un tratado al uso. Quizás una mujer mienta con mayor convicción que un hombre, con una cierta inconsciencia en la que lo cierto y lo incierto no tienen unos límites claros, mientras que, en un hombre, siempre tiene algo de cálculo e intención, aunque quién sabe si con un propósito determinado más allá de enredarnos. La historia del hombre como hombre es la del enredo. Así va el mundo, tambaleándose y tropezando un día sí y otro también. Cuando uno lee Mentiras de mujeres, novela por entregas o relatos interconectados, en todos parece haber esa ausencia de fronteras, esa confusión, que hace de la naturalidad en el inventar una de las bellas artes. Digamos que es una cuestión de convicción. Ya en Diana, los hijos de la atractiva Irene mueren uno tras otro, y entre desgracia y desgracia, Zhenia llora mientras se sorprende de las evoluciones alimenticias de su hijo Sasha. Están ahí, en esa especie de retiro para niños y mujeres que invita a la melancolía y las largas noches de confesiones, mientras la verdad se tambalea o es una de esas cosas que uno no mete en la maleta cuando sale de vacaciones. Hay algo fascinante en estos relatos: sabemos que, en ellos, la mentira es el tema principal, y los leemos con la convicción de que lo que se cuenta es cierto. Es decir, mentirosos declarados tienen la habilidad de mentirnos y que les creamos. Cuando la verdad aparece, es algo inquietante. Porque tenemos movimientos en ambas direcciones e incluso puntos muertos. Cuando la mentira se hace pasar por cierta y cuando lo cierto se hace pasar por mentira. Cuando no hay líneas divisorias, es difícil hacerse una idea de en que lado está uno. Al final, Zhenia acepta con deportividad una cosa como la otra, protagonista secundaria excepto de su propia vida, que llega con el último de los capítulos, entregas o relatos, El arte de vivir, que precisamente trata de eso. Vivir es un arte, y Zhenia cree tenerlo todo. Todo imperfecto, pero sumado, suficiente. Es feliz. Su marido va a la suya y ya han pasado por unas cuantas etapas. Un hijo anda en África y otro por ahí, por algún lugar de la casa. Tiene una amiga católica y una amiga que ahora es judía, como antes fue budista y antes otra cosa y otra más. Se está buscando, diríamos ahora. Ella ayuda a todos y su vida es activa, pero el destino es algo muy ruso, y está a la vuelta de la esquina.  

Liudmila Ulítskaya siempre se encariña con sus personajes. Iba a decir que los trata honradamente, pero suena demasiado antiguo, como una película soviética en blanco y negro. Aquí la Unión Soviética se ha roto en pedazos, y cada uno habita su parte. Las dificultades están aquí y allá, pinceladas de un cuadro enorme, porque este podría ser un tratado sobre la mentira en las mujeres, en el que no se da ninguna teoría más allá del prólogo y si unos cuantos ejemplos prácticos, pero también podría ser el retrato de unas vidas, algo común a la narrativa de la escritora rusa. Personaje a personaje va construyendo un microcosmos. Uno parecido a un laberinto de esos de hormigas en la que cada cual parece ir a la suya, unidas por la necesidad de alimentarse. El espacio postsoviético, que diría algún analista, o el mundo más allá de las cocinas (aunque esas conversaciones debieron quedarse ahí y ahora se producen en cualquier lado, desordenadamente). Narradora de largo aliento, en Liudmila Ulítskaya está la ironía de vivir. El mundo es aquello que rodea a los personajes y las tragedias, sino existen, se inventan. Como en el caso de las prostitutas rusas, no hay tanto que contar, y todo acaba por parecerse, luego hay que ser ingeniosos, para pensar que no somos uno más entre seis mil millones (o los que vayan ya).


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