Judith, de Taiat Dansa (Dansa Valencia)  | por Francisca Pageo

Una persona visita el Monasterio de San Miguel de los Reyes no para algo cualquiera, ni tan siquiera para apreciar su belleza, sino para ver la representación de la Judith de Barba Azul que Taiat Dansa ha creado. Sin duda estamos ante una representación que no nos deja indiferentes y que, dentro del festival Dansa Valencia, como colofón y punto final, pudimos apreciar los asistentes sin temor alguno.

Estamos ante la representación de una mujer que son varias, que son múltiples, que tiene diferentes voces en una. Ya con el inicio, con esa luz azul de fondo que ilumina a las bailarinas, y esas luces-plumas que sostienen, nos encontramos ante una misticidad única que emociona, que nos hace sentir que nosotras, las mujeres que asistimos, también podemos ser una de ellas. Y es que esta inmersión ante esta cuarta pared que no existe nos empequeñece y a la vez nos eleva con el canto de una mujer que canta a la noche, que canta a la vida y ante todo canta a la feminidad. Como en un aquelarre, las mujeres son pura luz, la llevan, la transportan, invocando al propio cuento, invocando al silencio y a las palabras. Estas mujeres nos indican el camino a seguir, nos hacen entrar en una iglesia llena de cantos infantiles que son lloros que son estremecimientos ante la vida, ante el nacimiento de un niño. El elenco principal baila y lo hace tan bien y tan parsimoniosamente que el resto de bailarinas parecieran su rastro, su sombra.

Los gestos de las bailarinas son secos pero también suaves ante los cantos. Cantar y bailar nunca fue tan místico. Y es que, con ese vestuario tan de Bernarda Alba pero también tan elegante y bello, que circula como derviches en sus bailes, nos adentramos en una mujer cuya curiosidad todo lo puede, cuyo ímpetu hacia la vida y ante el no-juicio al aceptar a Barba Azul se reconoce en la soledad y en la sabiduría y en la libertad. Las bailarinas nos guiarán a través de toda la obra, una representación visual, sonora y capaz de hacer intuir al tacto una alevosía por la luz de la luna que daba sobre las bailarinas. La música intuía el espacio, el espacio daba pie a los gestos, y los gestos daban pie asimismo a la emoción de los asistentes. Fue imposible no mirar a otra cosa que no fueran a esas bailarinas principales, ellas eran el centro, eran el cónclave del monasterio esta pasada noche. Visitad todas las salas, decía una de ellas. Pero era imposible, aunque las bailarinas estuviesen a lo largo de todo el monasterio, de todo el patio, de todas las salas, el elenco principal hipnotizaba en su centro, y como un río: la pequeña música de cámara que estaba con ellas se inmiscuía como guijarros en el agua.

Hay que dar las gracias a esta compañía de danza por el tremendo don que han tenido al hacer traspasar un cuento al baile y al gesto, al movimiento. Sin movimiento no hay vida y este movimiento es un canto a la libertad de Judith que, con un final que se merece, escapa del palacio. Los movimientos de las danzas eran bellos y asimismo articulaban las voces de las bailarinas, que con sus bocas y sus gestos, todo ardía en luz como llamas en sus velas. Luz azul, lenguaje azul, gesto azul. Pero aunque Barba Azul ya no estuviese, Judith presenciaba el palacio acaparándolo todo, inmiscuyéndose por cada rincón, cada esquina, cada espacio. Estos movimientos daban paso a un despertar en la figura del espectador. Un despertar emocional y a la vez inspiratorio. Pero es un despertar que una necesita procesar, pensar, reflexionar, para no quedarse solo con lo sentido. Me atrevo a pensar que he tenido la gran suerte de presenciar esto, pues sé que se convertirá en una obra de culto. Por el lugar, por la luz de la luna, por estas bailarinas que supieron retratar a Judith y su libertad como nadie.


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