La mujer sentada, de Guillaume Apollinaire (El olivo azul) | por Ferdinand Jacquemort
Guillaume Apollinaire muere en 1918. Durante su entierro, la gente grita feliz por las calles porque otro Guillermo, Guillermo II, acaba de abdicar, y así terminaba la Primera Guerra Mundial, aquella sobre la que el poeta escribió desde sus trincheras, bajo el cielo estrellado por los obuses. Su cortejo fúnebre, discretamente seguido, avanzaba entre la alegría general.
La mujer sentada apareció, póstuma, en 1920. En ella se entrecruzaban (muy claramente), dos obras, dos historias, unidas por su protagonista, Elvire (nombre tras el que se escondía a la pintora Irene Lagut, durante un tiempo amante de Picasso, que también aparece en el libro como Pablo Canouris). Por un lado, una peculiar historia de y sobre los mormones, sobre sus costumbres, fundamentos y primeras andanzas, y por otro, una evocación del Montparnasse a través de los artistas que lo habitaban, ocultos tras los más diversos nombres (así nos encontraremos desde Blaise Cendrars a Max Jacob, pasando por el propio Apollinaire).
El libro, inacabado pero supuestamente muy próximo a las intenciones del autor, se convierte pues en algo un tanto especial, aún dentro de la obra de Apollinaire, que no solo fue poeta, sino que frecuentó todos los géneros, desde la narrativa al teatro, pasando por el ensayo, y si por algo destaca (además de su reconstrucción del aire de su tiempo), es porque después de todo, la poesía fluye por sus páginas, se encuentra por cualquier rincón, brota de los sitios más inesperados…
Puedo afirmar que Apollinaire fue el poeta más grande que dio el Siglo XX. Para quien esto escribe, el poeta más grande, simplemente. Seguramente este libro no estará entre lo mejor de su abundante obra, pero en él aún encontraremos momentos como «la linda pelirroja de ojos color de avellana cuyo aspecto evocaba tan bien al de una gota de sangre sobre una espada.» No es poco.
Las encantadas, de Herman Melville (Berenice) | por Óscar Brox
En una extraordinaria entrevista a propósito de su filiación tintinesca, el escritor francés Pierre Michon cita entre sus recuerdos de la obra de Hergé la viñeta de la momia de Rascar Capac -en Las siete bolas de cristal– observando a Tintin a través de la ventana de su habitación. Esa viñeta aglutina, a ojos de un niño, el shock primario de reconocer de qué manera lo fantástico se derrama en los contornos de lo real, cómo toda una mitología arcana infecta aquellos lugares más reconocibles. Más adelante, Michon afirma su especial querencia por la prosa de William Faulkner y Herman Melville. Este último, bardo de las narraciones marítimas, desata la pasión literaria de Michon por captar el brillo particular de cada momento fugaz que le pertenece al mundo. Si el francés efectúa una imaginaria arqueología de la moral y la justicia en plena decadencia del Imperio; el americano devuelve el encantamiento premoderno a un conjunto de islas hoy conocidas como Galápagos. Tal es la pasión descriptiva de Melville que nuestro paseo por las islas encantadas se convierte en un recurrente eco de otro tiempo, galvanizado bajo la superficie rocosa del archipiélago, que despliega su embrujo ante la mirada del narrador. Así, la fuerza magnética de las encantadas nos sumerge en un paisaje en el que los rasgos modernos aún no se han desarrollado: el hombre no es la medida de todas las cosas, el horizonte no conoce un sentimiento de territorialidad y la moral y, por tanto, la vida, no han cuajado en un modelo de Razón que ordene el caos entre creencias, supersticiones, dogmas y costumbres. En otras palabras, leer a Melville significa contemplar de qué manera los mitos, y su ambición por pervivir en el fuero interno del hombre, se despliegan ante la mirada inocente del lector creando ese shock primario que, como la momia de Rascar Capac, nos devuelve a un tiempo en el que lo fantástico fluía en los contornos de lo real.
Hazard y Fissile, de Raymond Queneau (Seix Barral) | por Ferdinand Jacquemort
Escrito cuando Raymond Queneau era aún un surrealista homologado por André Breton (es decir, antes de que el primero huyera, junto con otros tantos, lanzando un texto incendiario a la cabeza del segundo), escrito tras haber leído en repetidas ocasiones los treinta y dos volúmenes de la serie Fantomas, Hazard y Fissile, libro olvidado y rescatado de algún cajón tras su muerte, tiene como mayor valor contener en buena medida lo que será su narrativa posterior, pero sin sus conocimientos matemáticos. Poco después escribirá Le chiendent, y algo de aquellas hojas olvidadas resuena en esta, y con ello, surge algo, una manera de escribir, que irá destilando y destilando hasta llegar a sus clásicos, y entre todos, Un duro invierno.
Libro, pues, para los amantes apasionados de Queneau, que somos unos cuantos, un tanto completista, pero significativo después de todo.