El contexto, de Leonardo Sciascia (Tusquets) Traducción de Carmen Artal | por Juan Jiménez García

Leonardo Sciascia | El contexto

No sé qué escribir sobre Leonardo Sciascia. Debería ser sencillo escribir sobre un escritor que ha marcado toda tu vida como lector, en esta interminable juventud que empezó hace treinta años. Cuando pienso en un concepto tan extraño (pero cierto) como la alegría de leer (de nuevo Raymond Queneau), Sciascia se presenta ante mí como la respuesta espontánea, nada meditada. La respuesta cierta. Pienso en un libro, que me lleva hasta una película. Pienso en El contexto y, por tanto, en Excelentísimos cadáveres, de Francesco Rosi. Esa pareja que me lleva a otra pareja: Bohumil Hrabal y Jirí Menzel. Los motivos son los mismos, la felicidad compartida. Poco a poco, mi cabeza va dando saltos por los libros de Sciascia (y las películas de esos libros). Aquel último: Una historia sencilla. Toda una obra resumida en unas pocas páginas: nada hay sencillo, ni las cosas más simples. Y: nada se sabe. Y luego, siempre luego, un relato, El mar color del vino, con aquel niño impertinente pero revelador. Como el propio escritor. Como si fueran mastriokas, saco de mi cabeza aquella más pequeña. Una simple frase dicha en una conversación. Una frase que me repito a menudo: sin esperanza no pueden plantarse olivos. Y aún hay otra más y más pequeña. Un solo título: Para una memoria futura. Suficiente.

Estos días pasados leía a Cesare Pavese. Pensaba que Pavese es el punto de partida de una narrativa italiana de posguerra. Entonces pensaba también en Leonardo Sciascia, tan lejano. Tan lejano como Turín de Palermo. Tan lejano como el norte de Italia del sur, del extremo sur, de Sicilia. El escritor siciliano no fue el punto de partida de nadie, sino más bien el de llegada de otros. Venía de Pirandello, de Brancati, incluso de Savinio. Poco a poco su obra construye un territorio personal que no se desvincula de nada. No solo no renuncia a sus autores sino que vuelve una y otra vez, explícitamente, sobre ellos. En sus obras surge Sicilia como algo natural. Y como algo natural surge la Mafia. Tras la Mafia la política (siendo, a menudo, una sola cosa, un caso italiano). Tras la política la historia, los sucesos, como él decía, de historia literaria y civil. Con Sciascia uno podía o no estar de acuerdo (ay, su opinión sobre Louis-Ferdinand Céline en Negro sobre negro, páginas de un diario), pero siempre existía ese compromiso, esa necesidad de trabajar para intentar encontrar esa memoria, una memoria que entregar a aquellos que vendrán en un futuro y para los que resultaremos incomprensibles en tantas cosas.

El contexto aparece en 1971, subtitulado Una parodia. Es importante, precisamente, colocar el libro en su contexto. Estamos en los años de plomo. Tras el sesenta y ocho y a raíz de sucesos como el atentado de Piazza Fontana, el país se sumerge en una espiral, a menudo incomprensible, de atentados, secuestros y muertes, tanto de grupos de extrema izquierda como las Brigadas Rojas o Lucha continua, como de grupos de extrema derecha, a menudo confundidos, intencionadamente confundidos, por turbios intereses políticos, en los que entran los servicios secretos, la masonería e incluso bandas criminales o la propia mafia. Estamos en un país imaginado que podría llamarse Italia. El fiscal Varga acaba de ser asesinado. Está metido en un proceso, pero ese, tras unas primeras sospechas, no parece ser el motivo. El inspector Rogas se ocupará de la investigación. Tras la muerte del fiscal, se sucede la de jueces y abogados, sin una aparente conexión, más allá del interés que surge por atribuírselas a grupos y grupúsculos de la extrema izquierda, que ni son extremos ni son de izquierdas, pero sin duda útiles a todos en su propia inutilidad. Como suele ocurrir en el escritor siciliano, la parodia se confunde demasiado con la realidad plúmbea de todos los días. Esa anormalidad italiana que es la nueva normalidad.

Como en una comedia italiana de los tiempos de Mario Monicelli o Dino Risi, uno se ríe hasta que deja de reírse. Acaba el libro, lo cerramos, y ahora, aun cincuenta años después, las dudas quedan ahí, con nosotros. El propio Sciascia confesó que lo que comenzó como un divertimiento acabó no siéndolo, y el libro terminó en un cajón durante un par de años. Las dudas que nos provoca son las certezas de ahora. En las conversaciones que va manteniendo el inspector Rogas, en los personajes que va encontrando, aparece una Italia que indignó en su momento y que ahora sin embargo es un retrato exacto de lo que hubo. Ahora, en nuestro tiempo, también nos reímos mucho de tantos protagonistas, cuando verdaderamente lo que deberíamos es sentir miedo o, cuanto menos, congoja. El contexto, como buena parte de la obra de Sciascia, no es pues un libro sobre un instante, un momento de la historia de los otros, sino un libro sobre nuestro propio presente. Las mismas preguntas, las mismas dudas, los mismo temores. Sí. Leer a Leonardo Sciascia es un acto de felicidad. Su escritura se escapa entre nuestros dedos, como arena. Podríamos leerle una y mil veces. Este libro, aquel otro, cualquier otro. Que su último libro fuera Una historia sencilla fue una última broma, porque nunca hubo una historia sencilla y aquella tampoco lo era.


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