Relaciones misericordiosas, de László Krasznahorkai (Acantilado) Traducción de Adán Kovacsics | por Óscar Brox
La obra de László Krasznahorkai ha quedado ligada a las imágenes del cine de Béla Tarr, quizá el mejor ilustrador para ese retrato sombrío de la Hungría del siglo pasado. Bastan, sin embargo, unas pocas páginas de Melancolía de la resistencia para constatar la capacidad literaria de Krasznahorkai, que atraviesa no solo la construcción de frases y párrafos infinitos, meticulosos en su ilustración de un ánimo, de una impresión y un motivo, sino ese sentimiento de humanidad arrebatada que encontramos en unos personajes siempre al borde del colapso, de la desaparición, del final. De, en definitiva, otro tiempo.
Con Relaciones misericordiosas se da una situación interesante: se trata de una colección de relatos, pero uno a veces tiene la sensación de que se podría leer como una novela. Tal vez, por esa pertenencia de sus personajes a una comunidad de marginados, de malogrados o inútiles. O, en algunos casos, por el gusto de su autor a la hora de contar la misma historia desde diferentes puntos de vista. Sea como fuere, lo cierto es que esta colección es, en cualquier caso, un ejercicio de literatura mayor: aquí Krasznahorkai encapsula y, acaso, depura sus rasgos estilísticos en cuentos de apenas veinte páginas. Narraciones que reducen al tuétano lo importante, que eluden el exceso descriptivo para concentrar la escritura en recrear una sensación: más bien, una emoción moral. Ya el primer relato, y el más breve de todos, El último barco, nos sitúa frente a una espera que adquiere, página tras página, una densidad casi metafísica. Hay, por un lado, una especie de terror sin nombre que flota en el ambiente, que empuja a la huida tanto como al reconocimiento de que sus protagonistas son unos marginados. Los excluidos. Los exiliados. Da igual, pues Krasznahorkai describe ese sentimiento indescriptible de verse uno mismo sin asideros, sin algo a lo que agarrarse, arrastrado por una comunidad cada vez más desintegrada que solo mira hacia el futuro para tratar de poner algo de distancia con el presente. Es este, quizá, el relato en el que la metáfora es más directa. O, mejor dicho, en el que apenas resulta necesaria la metáfora: se siente, se palpa, se observa el ambiente hostil, casi terrorífico en su falta de explicaciones y atributos, que lanza a sus personajes al mar para dejar atrás lo único familiar que tenían en sus vidas: el paisaje de Hungría.
El denominador común de todos los relatos es esa sensación de acecho, de vigilancia constante, que la mayoría de veces apunta hacia una amenaza indescriptible y que, tarde o temprano, acaba identificándose con todo: el lugar, el entorno, la comunidad, cada voz, rostro o figura de un paisaje sombrío, pobre y patético, y hasta uno mismo. Esto último es francamente interesante, en tanto que Krasznahorkai utiliza el lenguaje a su antojo: tan pronto crea esa densidad casi metafísica que atrapa a sus protagonistas como conduce al lector a través de un ritmo lento, fatigoso, un camino embarrado de palabras que resulta más hostil que familiar. Y, sin embargo, hay en su forma de retratar a esas criaturas algo que va más allá de la ironía o el humor negro. Más bien diría una insistencia en la conmiseración, en la necesidad de esa misericordia, que haga un poco menos agónico los desenlaces de sus historias. Da igual si se trata de Herman, el guardabosques, o del grupo de oficiales que son testigos de sus fechorías. Uno tiene la sensación de que el autor nos sitúa en un territorio en el que las cosas han perdido su acento. Sin moral, sin ética, sin lugar del que puedan brotar las acciones humanas. Es entonces cuando la escritura de Krasznahorkai emerge para rellenar todos esos vacíos. Para jugar con el lector, en efecto, a través de esas frases que parecen enroscarse unas con otras, pero también para proporcionar esa coloración moral, definitivamente humana, a todo lo que acontece. Para hablar de unos personajes, la mayoría condenados, en un paisaje en descomposición. Víctimas de la Historia, que siguen ciegamente a otro, o se sienten perseguidos, pero a los que les cuesta explicarse y explicarnos el porqué de lo uno o de lo otro. Simplemente, se trata de una sensación que flota en el ambiente. En ese ambiente mortal que su autor describe con lo básico, sin grandes aspavientos, pero sin restarle un ápice de fuerza. Invocando el miedo de las mayorías silenciosas y las transformaciones históricas que, en un segundo plano, cambian la naturaleza de las cosas y relegan al margen a todos aquellos personajes que en algún momento formaban parte de nuestro paisaje familiar.
Relaciones misericordiosas se puede leer de diversas maneras: como un ejercicio de estilo en el que Krasznahorkai traslada todo su imaginario al espacio reducido de un relato; como alegoría de una sociedad húngara en estado de descomposición; o como brillante metáfora de una ética y una moral definitivamente malogradas por una época que las ha convertido en personajes secundarios, marginales, en medio de ese naufragio que no parece tener fin. Apocalipsis cotidiano, cuentos para entender el fin de una época. Los motivos que animan a uno de los últimos imprescindibles de la literatura europea.