Neverhome, de Laird Hunt (Blackie Books) Traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla | por Óscar Brox

Laird Hunt | Neverhome

La historia podría empezar con una niña que anhela correr como una flecha, sentir el traqueteo del vagón de una locomotora y atrapar el vasto horizonte que se extiende más allá de la propiedad que comparte con su madre. En definitiva, con el legítimo deseo de ver el mundo que más o menos acontece junto al primer estirón. Ya habrá tiempo para vestir enaguas y doblar el lomo en las tareas domésticas, para la tonta rutina de la América rural y el ritmo marcial del trabajo en el campo. Para acomodarse a aquello que los demás esperan de nosotros. En esos Estados Unidos sacudidos por una guerra interminable, la historia comienza en el bando del Norte con una mujer, disfrazada de soldado, dispuesta a realizar ese sueño que en su infancia no se pudo permitir. Lejos de un marido afectuoso que ha dejado al cuidado de la granja, de la tumba de una madre con la que habla a cada rato y de la única tierra que ha pisado desde su niñez.

En Neverhome, Laird Hunt nos sumerge en la América de la guerra civil, de la carestía y la falta de piedad, de la cobardía y la brutalidad. En el campo de batalla y en la reserva, en las marchas por caminos desolados y en los encuentros con esos pocos supervivientes que lidian como buenamente pueden con los estragos de un enfrentamiento fraticida. Allí, en mitad de la locura, nace el Galante Ash, su mito y sus gestas. El soldado aguerrido que oculta a una mujer ávida de experiencias, el oficial que no parece amilanarse aunque el viento traiga olor a muerte. Que solo siente una punzada en su interior, una furtiva lágrima, cuando escribe a casa. A ese Bartholomew que, a medida que pasan los días, parece más lejano; que le envía plumas y un puñado de tierra de la granja para que no olvide de dónde viene. Para que esa imagen que guarda en su memoria no quede distorsionada ante la visión de la guerra, de la rapiña y de los más bajos instintos de la condición humana.

Hunt pinta un paisaje rural trufado de olores y gestos familiares, desde la atención sobre los animales de la granja al aroma de la hierba recién cortada que se evapora en el calor de la tarde. Es tal su grado de detalle, el mimo con el que describe la arcadia de la que ha marchado Constance/Ash, que el contraste con la guerra resulta aún más violento. Sin el aliento que cortan las escenas de combate, de defensa y de pura supervivencia. Los asaltos, los asesinatos y la infamia moral que dirige las acciones de los hombres. En esa coyuntura, Hunt parece decirnos que América no solo guerreaba por imponer una misma visión económica, una posición sobre la esclavitud y la alianza entre Estados, sino también una visión del vasto país que en adelante sería tierra de promesas. Esa tierra que recorre la mirada de Ash como si se tratase de un territorio alucinado, en el que un día se escriben los mitos que más adelante caerán olvidados por el ímpetu de las transformaciones sociales. En el que cada paso descubre un nuevo mundo, deja atrás el anterior. En el que regresar a casa es una empresa tan difícil como la de Ulises, una Odisea a través de una América que cambia de piel del día a la noche.

Neverhome repasa la historia de América desde la mirada asombrada de su protagonista. Así, en sus capítulos hay lugar para la esclavitud, la soledad, la emancipación femenina y el coraje, cuando no la testarudez, como el combustible que hace avanzar a la Historia. La narración del Galante Ash trae a escena la visión más horripilante, como la de esa casa de locos marcada por las torturas y vejaciones, y el sentimiento de abandono que fragua las pocas relaciones que mantiene durante su camino de regreso a casa. Aquella mujer que le invita a olvidar sus añoranzas y vivir bajo su techo, la mujer del General que actúa como contraplano para la única figura intachable de todo el relato, los jóvenes alistados en el ejército contra su voluntad o las aves de rapiña que arrasan con impunidad la propiedad privada. Sin cargos de culpa ni rastro de responsabilidad. Y Hunt es lo suficientemente hábil como para aprovechar la lenta marcha de su protagonista para describir hasta qué punto es ella misma resultado de esas transformaciones que se suceden ininterrumpidamente. De qué manera ha cumplido con aquel viejo deseo infantil, que la ha apartado del lugar en el que había enmarcado sus primeros pasos para zambullirla en un territorio inestable. Vivo, inhóspito, peligroso. Humano.

Tras el rostro de Ash/Constance se esconde, quizá, una de las reflexiones más sensibles sobre la madurez. Ese instante en toda vida en el que las cosas cambian, en el que el pasado queda definitivamente abandonado y la memoria detenida, a expensas de que se creen nuevos recuerdos. Neverhome, como su protagonista, describe ese anhelo de progreso que América no pudo alcanzar sin pagar la penitencia de una guerra y de unas cicatrices, de un brutal proceso de aprendizaje para llegar a ser aquello que se esperaba de ella. Como si Ulises, o la épica de Homero, redactasen el borrador de la Constitución de un país. Por eso la coda de la novela de Hunt, el tan anhelado regreso a casa, tiene ese poso inevitablemente agridulce, al comprobar que solo los retazos de nuestra memoria se corresponden con lo que dejamos atrás. Porque en el camino se ha escrito la leyenda, se ha solidificado el mito, y ese disfraz con el que Constance partió a la Guerra se ha convertido en la curtida piel con la que ha vuelto. Después de recorrer ese vasto paisaje abonado con su sangre, su sudor y sus lágrimas que, ahora sí, puede llamar hogar. América ha vuelto a nacer.

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