Este pequeño arte, de Kate Briggs (Jekyll and Jill) Traducción de Rubén Martín Giráldez | por Óscar Brox

Kate Briggs | Este pequeño arte

Hace unos días hablaba con un editor a propósito de la traducción. O, mejor dicho, de los matices que hay entre un traductor de oficio y otro, escritor, que se acerca de tanto en tanto a la traducción. Pero, ¿los hay? Tal vez, si lo enfocamos como una cuestión de volumen y trabajo. O de vicios y métodos. Y lo cierto es que no estoy muy seguro de todo esto. Hablamos de cómo suena una traducción, de la frescura o la espesura de un texto u otro según quién está detrás de su versión. Y pensé un poco en aquello que decía Miguel Martínez-Lage de que cada generación debe hacer su propia traducción de los clásicos. No sé si se trata de adaptarlos al tiempo; en todo caso, dejarles respirar. Quitarles el polvo. Hacer un poco de genealogía. Observar. Estar atento.

Diría que Este pequeño arte trata sobre eso: estar atento. Trabajar con las palabras, pero también pensar cómo trabajamos con esas palabras. ¿Cuál es el lugar del traductor en ese proceso que es la escritura de una obra? ¿Ser meticuloso? Puede ser. ¿Ponerse en la piel del autor a traducir? Claro. O reconstruir. Volver a andar. Reescribir y rearmar. Insuflar unas cuantas bocanadas de aliento a un texto que está, pero que todavía no está. Que no está hasta que no se produce esa identificación, cuando otras palabras comienzan a escribir una novela, un ensayo, cualquier obra ya escrita.

Kate Briggs parte de un par de casos que la acompañarán durante todo el libro. De un lado, la cuestionada traducción inglesa de La montaña mágica de Thomas Mann a cargo de Helen Lowe-Porter; del otro, la correspondencia intermitente entre André Gide y su traductora Dorothy Bussy. En el primer caso, por ejemplo, sobrevuela una mirada académica ensimismada con los numerosos errores de la traducción de Lowe-Porter. O lo que es lo mismo, la pregunta sobre cómo debe ser una traducción. Briggs navega entre el trabajo de Lowe-Porter, la fortuna crítica de la obra de Mann y los textos que desmenuzan su oficio de traductora. Y se pregunta, nos pregunta, hasta qué punto es el rigor un requisito para una buena traducción. O la precisión filológica. O seguir a pies juntillas cualquier otro dogma mayoritariamente aplaudido. ¿Acaso su traducción no ayudó a popularizar la obra de Mann entre aquellos lectores que no podían acudir al original alemán?

Este pequeño arte examina el trabajo de otros traductores, pero es, asimismo, un examen de su propia autora como traductora/lectora de Roland Barthes. De los cursos de Barthes que traduce. De la historia que los precede y la labor de los anteriores traductores. De la forma en la que cada uno ha contribuido a configurar un rostro de Barthes, poniendo el acento sobre una época, un estilo, unas inquietudes y una manera de expresarlas. Briggs utiliza la meticulosidad barthesiana para desmenuzar, ella misma, las dificultades y obstáculos que sobrevuelan a la traducción. Más allá de los False Friends o las dudas de estilo, de saltarse a la torera la precisión filológica o de tantas otras cosas que estallan cuando el inglés, práctico, se enfrenta a ese francés de Barthes que se escribe con delicadeza (a propósito, qué maravillosa la explicación que ofrece Briggs sobre la decisión de traducir al inglés tact).

Lo que los cursos de Barthes ponen de manifiesto, entre otras cosas, es la importancia de una cierta preparación o predisposición sobre el texto. Pensemos: ¿significa lo mismo un texto escrito a finales de los 60 leído en estos disparatados años 20? ¿Acabó la filosofía contemporánea con la publicación de las Investigaciones filosóficas? Ejem, aquello fue en 1953. Cualquier día cumplirá un siglo. Briggs, sin necesidad de subrayados, pone el acento en la responsabilidad. Quizá suene un poco metafísica esa idea de ponerse en la piel del autor, pero qué maravilloso resulta dar vueltas sobre ese ponerse en la piel, cada vez que surge una duda, que se busca la música de un texto, que se piensa en el sonido de una palabra, que se ajusta o desajusta, engorda o adelgaza, porque es como decir que el texto, la obra, vuelve a palpitar y la traducción es una manera de dejar constancia de ello.

Leer a Kate Briggs, inevitablemente, lleva a querer (volver a) leer a Roland Barthes. Y a Thomas Mann y a André Gide. Lleva a seguir creyendo en el traductor como una suerte de prospector literario. Alguien a quien (per)sigues libro a libro, a través de afinidades y encuentros fortuitos, lo cual es doblemente maravilloso. Por eso, es justo decir que leer a Kate Briggs es, también, leer a Rubén Martín Giráldez. La responsabilidad, el estilo, las dudas, las cuestiones que surgen, los apaños, ese todo, auténtico maremágnum, que es como el bruto de una película durante el proceso de montaje. Otra historia. Otra película, sin la cual no se entendería esta. Le faltaría algo. Palpitar, seguramente. Estar viva, desde luego. Y en eso consiste este pequeño arte.


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