La guerra de las salamandras, de Karel Čapek. Ilustraciones de Hans Ticha (Libros del zorro rojo) Traducción de Anna Falbrová | por Juan Jiménez García

Karel Čapek | La guerra de las salamandras

La culpa de todo fue del señor Povondra. Si aquél día el capitán Van Toch no se hubiera encontrado con G. H. Bondy, todo hubiera sido diferente. O eso pensaba él. Porque, después de todo, tenemos una cierta tendencia a pensar que nuestras decisiones pueden cambiar el mundo, cosa no muy razonable (y mucho menos posible). No, las salamandras hubieran seguido ahí. Y, después, por todos lados. Y lo que es peor: el hombre hubiera seguido siendo hombre y, cómo tal, hubiera vuelto a fastidiarlo todo. Eso es la Historia: la eterna capacidad del hombre para, con los recursos disponibles en cada momento, fastidiarlo todo. Karel Čapek sabía mucho de eso, pero no podía dejar de tomárselo con un cierto humor, con una cierta ironía. Era checo. Como Jaroslav Hašek, por ejemplo, que ya sabemos lo que pensaba del tema. Čapek, que escribía de todo, nos ha legado dos cosas: la palabra robot y una cierta desconfianza por las salamandras. Y es que alguna cosa escribió de ciencia ficción. Una ficción que enmascaraba no otros mundos sino este.

Y es que estamos en el año 1936. Bueno, Čapek. La novela no lo sabemos muy bien. En 1936 está Čapek y, un poco más allá, Adolf Hitler. Por todos lados se monta a marchas forzadas el escenario de una nueva guerra. El escritor checo, cansado, morirá un poco antes. Ya había tenido suficiente. Pero quedó su retrato del mundo. Pero no nos confundamos. La guerra de las salamandras no es una alegoría sobre la guerra que está por venir, sino un relato de un presente que se repite una y otra vez: hasta donde está dispuesto a llegar el hombre para ganar dinero a costa del resto de la humanidad. Y eso implica muchas cosas. El nazismo, sí. Los intereses particulares de las naciones y sus gobernantes, también. Y la lógica perversa por la que el capitalismo considera que es correcto siempre que suponga algo de dinero, incluso el fin del mundo. De todo esto, ochenta años después, seguimos sabiendo un rato. Con salamandras, sin salamandras, no hemos ido muy lejos. Seguimos siendo útiles un rato, prescindibles en su momento, tontos útiles siempre.

Estamos en un rincón perdido de las islas orientales. Al viejo capitán Van Toch (que no es holandés, sino checo), le intrigan lo que los nativos llaman diablos y que no son más que salamandras prehistóricas de un metro de alto, con el espíritu de un niño y carne para tiburones. Lo importante, es que tienen una cierta habilidad para traer perlas marinas. ¿Por qué no empezar una bonita colaboración con ellas? Por amor al comercio. Para todo esto hace falta dinero, pero de eso, G. H. Bondy tiene bastante. Perlas por cuchillos, y adiós tiburones. Y empieza una bonita amistad. Y un montón de problemas. Porque las perlas se acaban, pero las posibilidades de estos animalitos, capaces ya de hablar y de una cierta laboriosidad barata (preludio de los chinos por venir… y ahora de todos, humanidad en general).

Karel Čapek construye un libro que es un inmenso collage. En él se insertan desde recortes de prensa hasta actas de Consejos de administración, la vida, el pasado y el presente. El futuro, claro, porque la ciencia ficción europea siempre fue muy presente. Pero claro, qué sería un collage sin imágenes. Y ahí es donde aparece el trabajo (posterior) de Hans Ticha. Ticha conoció La guerra de las salamandras siendo un estudiante de quince años en una República Democrática Alemana. Dicen que quedó tan impresionado que decidió ilustrarla, cosa que consiguió veinte años después. Artista con una influencia notable del Pop-Art (vamos, el tipo de pintura que siempre apreciaron en la RDA), con ellos consiguió, sin duda elevar el libro a la categoría no ya de obra maestra de la literatura (que ya lo era) sino, además, de objeto artístico maravilloso. Un objeto que Libros del zorro rojo devuelve en todo su esplendor, porque esta es una edición memorable, a atesorar. Ticha sabe jugar con ese humor del Čapek y darle una textura, una materialización gráfica, que bebe de innumerables fuentes. Y bebe golosamente (cómo no pensar, por ejemplo, en el cartel soviético). Y todo para entregarnos uno de los libros del año, en el que la belleza, la literatura y la reflexión se unen para ofrecernos un salvavidas en estos momentos de naufragio de tantas cosas.

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