El castillo, de Franz Kafka, David Zane Mairowitz, Jaromir 99 (Nórdica) Traducción de Carlos Mayor | por Juan Jiménez García
Dejadme que os hable un poco de El castillo. Bueno, no del libro de Franz Kafka, último de ellos, inconcluso. Lo leí hace mucho tiempo, lo olvidé en casi todo. Pero como en todo libro enorme, sus restos quedaron ahí, en un rincón de mí, cogiendo polvo entre trastos viejos, pero indeleble. ¿No es en cierto modo El castillo el libro de nuestra vida? Nuestra vida existencialista. Esa lucha eterna de uno por entrar, por lograr llegar, pero ¿adónde? Todos tenemos nuestro castillo particular, nuestros castillos, incluso. Pero Kafka no logró acabarlo, y así no nos dio ninguna respuesta, tan solo un misterio más. Y de nuevo fue como nuestras vidas, que son siempre inconclusas, hasta que dejan de serlo.
Dejadme que os hable de El castillo. En este caso, de la novela gráfica editada por Nórdica (siempre impecable), con ilustraciones del checo Jaromír 99 y adaptación de David Zane Mairowitz. Empieza con Había caído la noche cuando llegó K. Y la noche no se marchará desde ese momento. No como un viaje al fin de la noche celiniano, no. K. no viaja, no se mueve, no avanza, no retrocede. Está. Insistentemente está. Ofensivamente está. Espera. Espera su oportunidad de entrar, entre los brazos de las mujeres, tal vez lo único vivo en aquel lugar (no, posiblemente tampoco ellas… no todas, espejismos de espejismos). Jaromír 99 no dibuja negro sobre blanco, sino blanco sobre negro. La belleza aterradora de sus dibujos. Quizás solo desde un rincón perdido de ese Este imaginario que ya perdimos con el deshielo, es posible entender esas atmósferas decadentes, ancianas, enfermas y desesperadas en su enfermedad. Solo desde ahí nos podemos remitir al fantástico centroeuropeo de las películas de Wojciech Has o de Valerie y su semana de los prodigios.
Alrededor del castillo hay nieve y noche. Blanco y negro que solo admite el contraste de un gris tan monocorde como los otros dos. Tan monocorde como la vida que se mueve alrededor de ese lugar inaccesible que Marco Ferreri confundió con el Vaticano. Una vida trazada con rasgos duros, secos, cortantes, donde la calidez no existe ni tan siquiera en el amor, porque tal vez el amor no existe. Es una convención que nos hemos dado para pasar el tiempo menos solos, para tener menos miedo.
Mairowitz se entrega a reducir la novela a los estrechos márgenes de la novela gráfica (¡pero no!). Estrechos márgenes que se convierten en invitaciones a entrar en otros mundos, como cajas sorpresa que se van abriendo a nuestro paso. La narración se confunde con el dibujo, se vuelve dura, seca, desesperada. Todo en El castillo es una invitación a adentrarnos en el lugar más peligroso y desconocido: nuestro interior. Eso era después de todo Kafka. Eso sigue siendo. Un interior en un precario equilibrio, constantemente amenazado por lo ajeno, por los otros, por lo otro.
K. intentará en vano encontrarse con Klamm, aquel que le ha llamado hasta ese lejano rincón. Klamm, que tiene mil caras, al que cada uno ve como quiere verlo (o ser visto) y para el que nosotros también tenemos un rostro, seguro. Acceso imposible a ese castillo que lo domina todo, que controla nuestros destinos y frente al que nos resulta imposible rebelarnos, precisamente porque es inmaterial, no tiene forma, no tiene contenido, pero existe, de alguna manera existe. Desde el primer día, desde el primer instante. Un castillo que domina nuestras vidas, alrededor del que nos movemos, sin poder entrar nunca. Un castillo que ni tan siquiera podemos ignorar, por que ni él nos ignora ni tampoco lo hacen los demás.
Y entonces… Entonces El castillo termina. Novela gráfica, libro, noche, nieve. Sin un final. Sin una respuesta. Destino.
Tengo pendiente de leer El Castillo y en general todo Kafka. Este texto me ha animado.