Pameos y meopas, de Julio Cortázar (Nórdica) Ilustraciones de Pablo Auladell | por Almudena Muñoz
Cortázar, que como estudiante de la lírica dedicó un extenso ensayo a la vida y obra de John Keats, resumía que ser poeta es tener visiones. Curiosamente, la faceta en verso de Cortázar permanecería escondida a la visión del público durante décadas, o quizá a la vista pero de atractivos invisibles para los conocidos y editores del escritor argentino, que efectivamente escribía poemas como visiones frente a una ventana de domingo tempestuoso y superpoblado de recuerdos. Como en 1971, año en que reveló en Pameos y meopas su producción de poemas, Cortázar decía que lo normal es que los jóvenes ya no leyesen a Hölderlin, Mallarmé y Darío, y que la poesía se encontraba en los grafitis, en Peter Weiss y Bob Dylan, imaginamos que estaría igualmente cómodo con que la juventud de 2017 ya no hojee con pasión a Cortázar y en su lugar escuche en bucle el musical Hamilton.
Gran lector, pero completamente ajeno al clasicismo en su prosa, el Cortázar poeta parece no atreverse a olvidar del todo la herencia de los latinos, con su marco referencial al paisaje y el paso/peso del tiempo. Los poemas que vivieron ocultos al público son breves como haikus o estribillos perdidos en alguna biblioteca griega, la obra inconclusa de algún personaje que podría haber soñado Borges durante esas tardes de lluvia espesa en las que Cortázar se aburría, o se dolía, y escribía. Los mitos, los pintores italianos y los bosquejos de campo y travesía marina ya no son muy reconocibles para el lector promedio (para el de Cortázar o el de estos tiempos), pero siguen hundidos en una renovación que pronto será también un triunfo pasado, más debatido entre los doctorandos que en las librerías. Tal vez, consciente de esa libertad, el poeta Cortázar escribe a medias, garabatea, hace lírica de notas breves y poemarios de apenas un puñado de estrofas. Canta a las escenas de barrio que le hechizan y a las joyas de ‘alta cultura’ que le permiten hablar de fe y amor como lo hicieran Keats (esas repeticiones de Oh: «Oh rosa», «Oh delfines»), o e. e. cummings («una presión de manos pequeñitas»). Baila el chachachá en una capilla con murales de Masaccio y Piero della Francesca, reunidos todos los colores disponibles en el vocabulario castellano mientras la mano de Cortázar acaricia su horizontalidad. ¿Es posible darle la vuelta a la poesía? Es posible, pero quizá no para alguien que la amaba tanto.
Pablo Auladell, ilustrador alicantino y laureado que va depositando su trazo en las mejores casas independientes (entre las últimas, sus ediciones de La puerta de los pájaros de Garzo para Impedimenta, y El paraíso perdido de Milton para Sexto Piso), interpreta los pequeños versos de Cortázar como frescos recién descubiertos debajo de una gruesa capa de cal. Un sosias de Dante podría tocar el saxofón, una arpía hechizaría con su canto como un jilguero y a Beatriz se la podría encontrar todavía radiante y vestida de lino, paseándose frente a unos bloques de viviendas.
El volumen, casi una libreta de notas (reunidas desde 1951), surge en el abarrotado paisaje de nuevas ediciones y reediciones sobre Cortázar como una gigantesca cabeza clásica en el desierto, la boca abierta. Introduzca su mano y extraiga un verso que parece venido de cualquier nación y época, sin las palabras y artificios que el autor ingeniaría para el resto de su obra narrativa. Aquí ejerce de editor y documentalista sobre las imágenes más recurridas para expresar nuestras sensaciones de desamparo y afecto. No otra cosa respira bajo los versos de quien sabía reunir en la misma tertulia de bar lo enrevesado y lo fundamental, al hombre y al cronopio.
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