Un mundo infiel, de Julián Herbert (Malpaso) | por Juan Jiménez García

Julián Herbert | Un mundo infiel

Está el norte. Un norte que quiere decir lo mismo en todos lados, por algún misterio geográfico, como lo quiere decir el sur. El norte es el lugar hacia donde uno escapa, escapa de ese sur. Un mundo infiel es la primera novela de Julián Herbert, hombre polifacético, desde la poesía hasta la música. El norte es el norte de México, que es el sur de los Estados Unidos. Decimos esto y en un momento tenemos un montón de imágenes en nuestra cabeza, un montón de lugares comunes. Y entre esos lugares comunes la frontera. Y en la frontera el oeste, que es otro espacio geométrico. En el oeste el desierto. En el desierto el viaje. En el viaje el descubrimiento. En el descubrimiento la perdición. Hemos llegado.

Un mundo infiel son muchas historias que son una sola, tantas como personajes. Guzmán tiene veintinueve años. Va a cumplir ya treinta. En su vida se ha acostado con veintinueve mujeres y ahora está con Ángela, con la que vive casado. Está ahí, a su lado en la cama. Piensa, por una lógica de los números redondos, que le corresponde una mujer número treinta para que todo cuadre. Será un momento y todo estará alineado, astros y cifras. El Mayor es un tipo duro. Controla a un puñado de tipos que se ocupan de vigilar que otros no se hagan con la propiedad privada de los demás. El Mayor se llama Plutarco Almanza y estuvo y está enamorado de Ángela. Guzmán es su mejor amigo y no pretende nada. Vive atrás en el tiempo. Lo dejó pausado y no espera que nada se reanude. Sin embargo, él también cree que todo tiene que estar alineado. Ernesto de la Cruz es un tipo duro, aunque le gustan los gatitos. En una de esas perdió las piernas, pero no lo sabe porque aún las siente ahí, al otro lado. Era uno de esos que vigilaba a los otros para los demás. El doctor Moses, en cambio, solo perdió a su mujer. Le quedó su hija, Shannon, y la búsqueda del absoluto, de la muerte por elevación de los sentidos, administrada médicamente. Todo ocurre en un solo día. El día de los treinta años y las treinta mujeres de Guzmán. Hay una fiesta de cumpleaños preparada. Lejos. Y lejos es lejos. Es otro espacio geográfico, a veces inalcanzable.

La escritura de Julián Herbert tiene esa rugosidad del terreno, esa confusión de los hombres que habitan el territorio de sus páginas. Una confusión perfectamente manejada para obtener un relato construido de unas vidas en deconstrucción. Un relato en el que todo el mundo pierde algo creyendo haber encontrado otra cosa. Un mundo de espejismos de gente que llega a la última estación y otros que ni tan siquiera cogieron el tren. Un mundo que es infiel porque los apegos son otras tantas utopías (la utopía, esa otra manera de ser ingenuo). El espacio que debían ocupar tantas cosas acaba ocupado por la violencia, que es lo único que se mantiene firme, lo único que persiste. Da igual que seas un alguien o un don nadie. Que vivas con esa violencia como un alimento más o que lo tuyo fuera otra cosa.

Finalmente Guzmán cumplirá treinta años y pensará que fue un día perfecto aquel día de mierda. La caja de recortes de vidas de Julián Herbert se cerrará con alguna fotografía, un puñado de tierra y no poca sangre. La sangre de aquellos que, como decía Louis Aragon y más tarde Jean-Luc Godard, no se llegan a amalgamar nunca.

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