El nedador, de John Cheever (Cal carré) Traducción de Esther Tallada | por Gema Monlleó
Cuando decidí comenzar con este Ciclo del Agua y buscar libros sobre/con/de/desde piscinas una de las referencias que solía encontrar era el cuento El nadador de John Cheever (Quincy, 1912-Ossinning, 1982). El azar ha querido que en estos días la editorial artesana (sic) Cal Carré lo haya editado en su colección de Menuts y, desde el bordillo de la felicidad (como bautizaba Anábel Vázquez al borde de las piscinas en Piscinosofía), he leído El nedador con verdadero placer acuático.
Si pensamos en Neddy Merrill es casi inevitable imaginarlo con el aspecto de Burt Lancaster en la película homónima, un acierto de cásting que trasciende incluso a los que, como yo, no hemos vista la película de Frank Perry (1968). El torso musculado del maduro Lancaster (“un home esvelt -semblava dotat d’aquella esveltesa especial de la Joventut- i, tot que ja era lluny de ser jove, aquell dia al matí havia baixat lliscant per la barana”) estaba en mi retina a medida que avanzaba en este texto corto, bello y profundamente desolador. Un arrebato elegíaco de Cheever en el que su à la recherche du temps perdu no es únicamente de un tiempo sino también de la pertenencia a un mundo (estatus) determinado.
Neddy Merrill, en un abúlico día de verano, mientras bebe ginebra en el jardín de los Westerhazy, decide cruzar los doce kilómetros que le separan de su casa por las piscinas del condado (“acabava de fer una descoberta, una contribució a la geografia moderna: d’aquell curs d’aigua en diria Lucinda, com la seva dona”). Adiós camiseta, chapuzón (“els homes que no es tiraven a la piscina li mereixien un menyspreu inexplicable”) y en marcha. En nado. Catorce piscinas privadas y, ¡horror!, una piscina pública. La ruta de un peregrino acuático, de un explorador del pools-american-way-of-life en las ribas del Lucinda (el nombre de su esposa). Neddy, héroe o antihéroe, zambulléndose en las (a veces turbias) aguas ajenas parece buscar en el medio acuático una protección uterina y vital que tal vez en ningún otro lado encuentra. No es baladí que en cada jardín al que entra recuerda las veces que Lucinda ha rechazado invitaciones a cenar o a fiestas en un curioso “ver a través de” en el que su opinión parece no existir.
Las piscinas a las que llega Neddy en la primera mitad del relato aspiran a ser como las que retrataba Slim Aarons (el fotógrafo de las pool parties entre los 50 y los 80: “gente atractiva haciendo cosas atractivas en lugares atractivos”, según sus propias palabras), puro dolce far niente, sofisticación, y glamour alcohólico, murmullo de conversaciones (“la remor brillant i aquosa de les veus”) y camareros complacientes siempre a punto para entregarle un gin-tónic. Neddy llega, saluda si no puede evitarlo (“caldria que afrontés amb diplomàcia els usos i costums d’hospitalitat dels nadius”, escribe un irónico Cheever), bebe, nada y disfruta del domingo estival hasta que amenaza la tormenta. La misma tormenta que era vestigio lírico en la primera página del relato (“a l’oest hi havia un massís imponent de cúmulus que vist de lluny s’assemblava tant a una ciutat que podria a ver tingut nom i tot. Lisboa. Hackensack”) se convierte en amenaza de frío y anuncio del otoño. Que la primera piscina a la que llega tras la tormenta sea una piscina vacía (“es va sentir com un explorador que cerca un riu ample i cabalós i es troba amb un rierol sec”) lo desconcierta y desorienta, nos desconcierta y desorienta como lectores, y deja a la intemperie al pobre de Neddy (a partir de este punto del relato lo mío con el personaje ya no era empatía acuática sino lo que yo llamo “ternurita del ay, ay, ay”) en los márgenes ya no de la piscina o del metafórico río al que alude sino de la autovía 424. ¿Qué hace un hombre en la cincuentena intentando cruzar una autovía descalzo y en bañador? Como sucede tantas veces en la vida la distancia recorrida hasta entonces hace imposible la vuelta atrás y Neddy, obstinado y ¿valiente/suicida?, cruza entre insultos y burlas. ¿Cómo hubiese fotografiado Slim Aarons esta hazaña aquí ya inmadura y ridícula? ¿Dónde ha ido a parar la feliz y juguetona odisea?
Desde mi desconocimiento inicial creía que El nedador iba a ser un relato de exaltación feliz de las piscinas, la boutade de un hombre rico que exalta su masculinidad nadando de una casa a otra. Y craso error. Pese a no ser un relato en primera persona Cheever opta por el punto de vista del protagonista y se convierte, a medida que a avanza, en un prototípico narrador poco fiable. Vemos el mundo con los ojos de Neddy, con su voz interior, y en ningún momento ponemos en cuestión no ya lo que ve o lo que cuenta sino cómo lo ve y cómo lo cuenta. Hasta que tras la tormenta el humor del protagonista comienza a agriarse: en la piscina pública (“això no era més que un meandre d’aigües estancades del riu Lucinda”) topa con la antítesis del glamour anterior (“aquí els sons eren més forts, més bruscos, i més escardalencs”), nadar ya no será el placer pretérito (“va a ver de nedar amb el cap a fora tota l’estona per evitar col·lisions, però tot i això va rebre cops, empentes i esquitxades”) y al frío y el cansancio se le unirán las dudas provocadas por las mínimas conversaciones que mantendrá con los propietarios de las casas restantes: ¿qué desgracias (sic) son esas de las que se apiada la señora Halloran?, ¿por qué miente a la señora Sachs afirmando que viene de casa de sus padres?, ¿cómo se atreve el camarero de la fiesta de los Biswanger a servirle un whisky con tan malos modales?, ¿ha escuchado las palabras ruina, borracho, dinero?. A todo ello se añade el desagradable cruce de reproches con su antigua amante (tan antigua que duda de si su affaire fue la semana anterior, el mes anterior o el año anterior, una ambigüedad cada vez más resbaladiza) cuya piscina es una de las últimas de su recorrido y donde, con sus fuerzas ya al límite, Cheever lo castiga con la humillación de salir de la piscina por la escalera (“li havia fugit la força dels braços i les cames i va xipollar fins l’escala i en va pujar els graons”). El antierotismo ante los ojos de Shirley, la virilidad perdida.
Si en cada zambullida de las primeras piscinas Neddy parecía ungirse de gloria, las últimas son el símbolo de un fracaso. El verano se asemeja casi al otoño con la tormenta, la exhibición atlética se torna en fatiga y desaliento, las fiestas devienen un mundo del que Neddy está excluido, el cripticismo de los comentarios de los vecinos son señales de alerta, y su casa, la última etapa de un peregrinar que se presuponía feliz, no parece el hogar idílico al que se suponía iba a llegar. Si Neddy ya no es un héroe, no hay duda de que es un antihéroe. Si Neddy ya no es el prototipo del éxito, quizás lo es del fracaso. Neddy es un emperador que va desnudo: encanto, carisma, atractivo, esplendor, son algunas de las metafóricas piezas de ropa que va perdiendo a medida que avanza el relato y su retozar acuático deja de ser un símbolo del estatus social (“havia satisfet el seu propòsit, havia travessat el comtat nedant, però estava tan atordit per l’esgotament que el triomf se li feia vague i insubstancial”) para convertirse en el espejismo del éxito, en la epifanía de un hundimiento.
El nedador es la swimm story (si tal género existe) de un limbo atemporal y Neddy no deja de recordarme, en la obstinación de su peculiar propósito y la “normalidad” con que lo lleva a cabo, al Travis de la road movie Paris,Texas (Win Wenders, 1984 ) o al Werner Herzog de la walk story Del caminar sobre hielo (1978). Historias en las que un cierto existencialismo metafísico empuja a los protagonistas en pos de una expiación. Travis y Herzog la alcanzan. ¿Neddy? Por lo que sé de Cheever diría que prefiere el desamparo al triunfo y que descender las piscinas del condado es una forma de remontar no el Lucinda sino el río Congo para terminar (conradianamente) exclamando, “¡el horror, el horror!”.