Heidi, de Johanna Spyri (Nórdica) Traducción de Isabel Hernández González. Ilustraciones de Sophie Wimmer | por Almudena Muñoz

Johanna Spyri | Heidi

Algunos libros infantiles regresan al mercado como dientes de león: su belleza es de sobra conocida pero, al habitar en todos los paisajes y pedazos de tierra, al menor soplo se desmontan. Podríamos decir que se esparcen, aunque la verdad es que cada vez menos tal y como eran en su forma original. Cinismo o aburrimiento, un bufido de unos belfos, como de vaca lechera u oveja, y adiós al diente de león. ¿De qué sirve una flor que no es una flor y que tampoco resulta comestible?

Cada vez es más complejo diferenciar las malas hierbas de las secciones de literatura infantil, la redescubierta tierra utópica en la que se cruzan todos los formatos, físicos y de género, todos los sellos y todas las manos, las pequeñas que husmean por primera vez y las apergaminadas que escarban primeras lecturas, ya algo olvidadas. ¿Quién es Heidi, pronunciado con la hache muda? ¿Quién es Heidi, pronunciado como nos enseñaron los exquisitos dobladores de la televisión de los setenta? Cuando el diente de león se rompe en decenas de pedazos, cada una de esas hebras se denomina cipsela, que es un término procedente del griego y que originalmente hacía referencia a un cofre o una caja. Tal vez los libros actúen más como cofres que como portales, y en lugar de abrir espacios infinitos estén encapsulando memorias de generaciones enlazadas unas con otras. La persona de cierta edad encuentra Heidi en la sección infantil y se da cuenta de cómo el cofre está hablando acerca del contenido: es un libro que invita a ser regalado, conservado, guardado como las colecciones de clásicos universales, con su lomo de tela e ilustraciones que aparecen nada más despegar la tapa. Un libro pesado y grueso como las primeras lecturas que demandan un compromiso y cierta rutina. La clase de tomo de esas lecturas de transición, con temas de la niñez y formas de volumen adulto que, sin embargo, hoy ya sólo tiende un puente al pasado.

Johanna Spyri hizo honor a esa máxima que recomienda a los autores escribir sobre lo que conocen, y como maestra rural supo componer una antología de aventuras y travesuras ambientada en un paraje montañoso, verdísimo, de aires con aroma a nieve que curaban de verdad a las gentes, antes de que se instalasen en las cumbres los escépticos como Thomas Mann y compañía. Los Alpes de Spyri son un edén sin atisbo de guerra, ni de hambrunas, ni de enfermedades que no puedan remediarse mediante un combinado de buena dieta y milagro bíblico, así como extraordinaria es la convivencia social entre la huérfana Heidi, el pastorcillo analfabeto Pedro y Clara, la muchachita de clase alta. Podría decirse que las criaturas de Spyri nacieron en las cordilleras suizas para quedarse allí por siempre, sin que sus puros valores se viesen alterados en lo más mínimo. El popular anime de 1974 en el que llegó a colaborar Hayao Miyazaki no hizo más que congelar la radiante paleta de colores y las sonrisas desencajadas de unos personajes que, en la tradición del Bildungsroman infantil de cambio de siglo, atraviesan con la misma pasión la comedia y la tragedia.

En parte por la asociación entre libro y serie animada, escasean las ediciones ilustradas de Heidi, incluso en el mercado anglosajón, donde constituye una deliciosa idealización europea. Para este nuevo homenaje, la artista Sonja Wimmer opta por seguir celebrando el hálito típico de Heidi mediante postales de regusto navideño: abre el cofre de los lapiceros de colores que huelen a maderas frescas y que se llamaban, oh, casualidad, Alpino. Pero, ¿qué encontrará el lector nuevo, el de las manos minúsculas o que empiezan a tener un ligero vello, y que ya sólo sostienen lápices digitales? Aquella eclosión de heroínas chiquititas y femeninas entre finales del siglo XIX y principios del XX pretendía sembrar ejemplo de conducta entre una generación que ya no iba a limitarse a las tareas domésticas, pero también sirvieron para celebrar el salvajismo de las niñas de cualquier época, todavía desvinculadas de determinismos sexuales. Lo sorprendente es que Heidi, Anne Shirley, Sara Crewe o Mary Lennox terminasen persiguiendo la validación de una gran figura masculina, el abuelo, el padre perdido o el tío huraño, frente a la demonización habitual de las figuras adultas femeninas, la tía exigente, la institutriz rígida, la directora envidiosa, la vieja horda de mujeres de negro frente a la poderosa horda de mujeres con enormes sombreros avanzando en nombre del sufragismo, que diría Michel Faber. Empleando el mismo escenario de época, Philip Pullmann recrea una versión muy distinta de estas series de novelas para niñas: su Sally Lockhart, aun sometida a dictados masculinos, ya no pelea por una herencia o correr al aire libre, sino por ser madre soltera y directora de su propio negocio financiero.

Son tiempos y montañas distantes para Heidi, sometida a las mismas fluctuaciones que las lecturas infantiles. Perfilan las subidas y descensos de cientos de colinas que no pueden cambiar un relieve antiguo, pero sí conocerlo para abrir los conocimientos, las influencias de cualquier personaje independiente, atrevido, bonito y clásico como un diente de león que abra otros tantos cofres al futuro lector. Los ecos de esos Alpes que jamás existieron.

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