Una vida de aventuras. Eso pedía aquel jovencito Arthur Rimbaud, tal vez soñando con los paisajes, las mujeres y hombres que luego dibujaría Hugo Pratt. Pero no, aquel soñador había dejado toda la poesía en sus libros y ahora se había vuelto más prosaico: solo quería el dinero y en sus cartas desde aquella lejana África hablaba de casarse y tener un hijo, al que esperaba dar la educación necesaria para convertirse en un ingeniero. Arthur Rimbaud, que dejó la poesía a los diecinueve años… Arthur Rimbaud, tras el cual aquella poesía ya no podía ser igual. La había convertido en otra cosa, en una iluminación íntima, tras haber atravesado el infierno. Pero hay otros infiernos y Rimbaud también los conocería bien.
En 1880 llega a África, a Harar, en Etiopía. Trabajará para una compañía que no está en sus mejores momentos. Las cartas que envía a su familia son lamentándose de su poca fortuna, soñando con tiempos mejores y pidiendo cosas. Libros. ¿De poesía? No. Sobre construcción y todo tipo de manuales. El mundo se ha vuelto algo práctico que hay que comprender. El espíritu no sirve para nada. No se come, no da de comer. Cualquier tiempo pasado… no existe. En aquella Etiopía estaban contenidas todas las promesas, entre lluvias durante la mitad del año y un tiempo benigno, allí, en las montañas. No hay caminos, pero está todo por descubrir. Finalmente, esa vida de aventuras. De tristes aventuras.
Se embarca en un proyecto que le hará ganar mucho dinero y poder llevarle hacia esa vida de burgués que tanto ansía. Va a venderle armas al rey de Etiopía, que anda batallando con los egipcios. Pero Menelik II es un tipo algo veleta, y sus compañeros en este negocio acaban muriendo. En Francia, allí,… Más lamentaciones. Cargando siempre con el poco dinero que ha conseguido (unos kilos de monedas de oro), la vida se va. Sigue siendo optimista, a ratos. Sigue esperando su momento, que nunca llega, porque es un hombre sin fortuna, un hombre que habita en el futuro y sobrevive en el presente.
Se disculpa porque va a cumplir treinta años (la mitad de su vida, dice ingenuamente) y no ha conseguido nada en todas esas vueltas por el mundo (él, Arthur Rimbaud, poeta). Dice, aquí allí, en una carta y en otra y otras tantas más, que su vida es disparada, en un mundo absurdo, una auténtica pesadilla. Pero no puede volver. Solo le queda vagar (y esto también es suyo) entre fatigas y privaciones, hasta morir, sin descanso. Con la pierna devastada, a punto de perderla, dice que vendrán días mejores. Volverá a Francia, para morir. Pero antes de partir escribirá, en la última carta, prácticamente en su última línea, sobre lo desgraciada que es su existencia. Él, que había alcanzado la eternidad a los diecinueve años, alcanza a los treinta y siete la muerte física.
Cartas de África es como la confirmación de una tragedia: la de aquel que ha llegado pero debe continuar, atravesando una vida que ya no le corresponde. Convertido en un fantasma, Rimbaud recorrió sus años africanos como un espíritu errante, ni tan siquiera un barco ebrio. No, su África, enfermo de alcanzar la fortuna del dinero, no era la de Hugo Pratt, esa Etiopía de colores terrosos, de cielos enrojecidos, bellas mujeres y hombres atravesados por el sol. Nada de toda esa belleza: solo polvo y enfermedades, eternamente defraudado.
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