Que todo sea como nunca fue, de Joachim Meyerhoff (Seix Barral) Traducción de Christian Martí-Menzel | por Óscar Brox
De entre todos los inventos humanos, la añoranza es quizá el que con más fuerza sacude nuestra madurez. A poco que bajamos la guardia, una oleada de recuerdos azota la orilla de nuestra memoria como si apenas mediase una distancia importante con el pasado. Para eso, se dice, se inventan las ficciones; para asegurarnos de que ese vínculo con otro tiempo, a veces demasiado débil, permanece intacto. Contamos y volvemos a contar, fantaseamos y reagrupamos experiencias en las que lo ficticio no resta un ápice de verosimilitud al hecho. Cualquier táctica vale si conseguimos abordar ese pasado paralizado, herido o enterrado, que parpadea en todo aquello que vivimos en nuestro presente. De ahí, en definitiva, que en ocasiones una biografía se transforme en una colección de personajes, paisajes y emociones que, más que pintar a un sujeto y sus incoherencias, se dedican a combatir la añoranza por una época extinguida por los cambios.
Como le sucedió a Patrick McGrath, el autor de Locura, Joachim Meyerhoff se crió junto a una institución mental. Su padre, de hecho, fue durante años el director. Que todo sea como nunca fue, en parte, es un relato de aquella época. Precisamente, de una infancia en la que hasta el más mínimo detalle queda embalsamado como un recuerdo importante. Y, sin embargo, ya desde el comienzo del libro, hay un elemento en las palabras de su autor que no pasa desapercibido: esa energía creativa que abarca con un fulgor especial el cuento de una vida. Desde ese capítulo inaugural en el que el hallazgo de un cadáver, el de un hombre caído víctima de un infarto, desvela las florecientes habilidades para fabular de su protagonista; para darle una vuelta de tuerca a lo sucedido y meterse en el bolsillo a su público. Como si la ficción nos permitiese llegar hasta la verdad por otro camino diferente.
A Meyerhoff, pensamos, le preocupa reconquistar aquellas parcelas abandonadas de su pasado. En un mundo en el que no existen segundas oportunidades, por mucho que nos lo hagan creer, la literatura es el salvoconducto ideal para profundizar en aquello que, tal vez, conocimos demasiado poco. Un padre, una época o una familia. De ahí que, pese a seguir escrupulosamente un recorrido biográfico de manual, su autor incline poco a poco la fuerza del relato hacia esas figuras que acompañaron durante años su imagen en el portarretratos. Por añoranza, no tanto por aprendizaje. Para poder escribir esas palabras que nunca se dijeron, que se mantuvieron a resguardo en la punta de la lengua o en lo más profundo de su interior. Palabras para describir a una madre deprimida e inestable; a dos hermanos que buscaban cualquier medio para impedir que viese una película de Robert Mitchum en horario nocturno; a los internos del hospital con sus peculiares enfermedades; y a un padre que, en su acogedora calidez, fue la figura más distante del paisaje familiar.
Toda biografía tiene un punto de invención, sin por ello caer en lo hagiográfico. De alguna manera hemos de dar cuenta de nuestras inconsistencias, de la riqueza emocional de momentos, por otro lado, devastadores como una muerte en la familia. Meyerhoff refleja aquel tiempo suyo con trazos descaradamente gruesos: la fiesta de cumpleaños del padre y su frustrado regalo; la pantagruélica comida con la que se atiborran; esa vida laboral narrada en clave de juego infantil, junto a los enfermos que se apiñan en las diferentes alas del recinto; el interno que se cree Tarzán, el que aparenta ser un agente secreto, la que apelotona las palabras como ráfagas de ametralladora o el que cada vez que entra en casa desea acariciar a la perra… aunque luego note un miedo atroz. Pero también el divorcio de sus padres, la marcha de la madre a Italia, la muerte en accidente de coche del hermano mediano o aquella vez en la que por unos pocos marcos se deslomaron mientras desmontaban una atracción de feria. Detalles, episodios y sensaciones que sazonan la vida de Meyerhoff, que añaden pimienta sobre las heridas y esa dulzura casi infantil sobre los momentos hermosos que, tanto tiempo después, regresan a la memoria. Esa memoria que nunca deja de invocar al padre, en su plenitud y en su enfermedad final, con la sabiduría casi instintiva que todo hijo le concede y con esos arranques de estupidez (como comprarse un barco que aborrecerá) que ayudan a poner las cosas en su sitio.
Probablemente Meyerhoff no habría podido explicar su historia sin narrar la vida de su padre, y viceversa. En Que todo sea como nunca fue no flota un aire de reconciliación ni de desdén, un postrero reproche o una merecida elegía. Al contrario, su autor aprovecha los mimbres que le proporciona la ficción para entregarse a eso a lo que la edad adulta nos aboca: a intentar paliar la distancia con el tiempo pasado, la añoranza de otra vida que forzosamente tenía que pasar. Y en ese camino es la figura del padre, con sus rotundas dimensiones, la que desborda los límites del relato. Como si en la ruta que traza la ficción aún hubiese lugar para revivir aquello que se nos quedó en la punta de la lengua. En un ejercicio de reconquista en el que su autor construye la biografía de un lugar, de una familia, un hermano y, sobre todo, un hijo. En una novela cuya fuerza y, también, cuya flaqueza descansan en la vehemencia con la que Meyerhoff despierta los recuerdos de aquella vida. Sin el sabor de una magdalena, con el cosquilleo de un electroshock. Con esa inusual sinceridad que nos concede la ficción cada vez que inventamos estrategias para mantener con vida aquello que siempre quisimos que no acabase.