Hace un tiempo, Impedimenta publicó Mendelssohn en el tejado. Escribí sobre aquel libro y llame a todo ello Un mundo muerto. Y es cierto que aquel mundo de moría entre sus páginas de nuevo, algunos años después para Weil, muchos años después para nosotros. Aquel mundo de la ocupación alemana de Checoslovaquia, de la persecución y aniquilación de los judíos y de todo aquel diferente, ahogado por el miedo. Si allí moría un mundo, en Vida con estrella, igualmente publicada por Impedimenta, tal vez lo que muere son las personas. No como algo colectivo sino como una sola. Y no de cualquier manera, sino poco a poco. Y no de un disparo o deportados, que también, sino simplemente estando ahí, día a día, bajo ese mismo miedo, refugiados en una dudosa esperanza.
Josef Roubíček no tiene mucho que contar. Lo poco que tiene que contar se lo cuenta a Ruzena, su novia, que se marchó hace tiempo, en unas conversaciones imaginadas que lo salvan en poco del hambre y la miseria más absoluta en la que vive. Judío, su vida está a disposición de oficinas burocráticas, azar y reglamentaciones que le prohíben esto y aquello, día tras día, como si nunca fuera suficiente. Solo aspira a alimentarse con cualquier cosa y a calentarse arrojando al fuego todo lo que encuentra. El hambre extrema le lleva a encuentros con los que ya no pensaba y ese mismo azar que puede acabar con su nombre en una lista y con él mismo, le lleva a un cambio en su fortuna y a Tomas, un gato callejero con parecidas dificultades. Con todo, siempre están ellos. Los ocupantes. Pero no están solos. Para que su maquinaria funcione, esa maquinaria en la que solo importan la muerte y las cosas, hacen falta otras cosas. Un número suficiente de colaboradores (impulsados por un instinto de supervivencia, por una verdadera pasión o, simplemente, por la miseria humana, que es mucha) y el miedo, sí, pero también algo como la esperanza. Porque si uno no tiene esperanza, ¿de qué sirve sobrevivir?
Josef Roubíček atraviesa ese mundo agotado. Alrededor suyo todo se mueve. Se mueve mal. Un día, empieza el circo, como él lo llama. Empiezan a reunir a los judíos, a censarles, a mirar a inventariar sus pertenencias (él no tiene absolutamente nada). Los trenes empiezan a salir hacia el Este. Lo llama emigración. Ruzena se desvanece. Él sigue vivo. Insistentemente vivo. Mal vivo. Y ese mundo de muerte y destrucción, que no acaba nunca, nunca llegan esos dos meses que siempre queda para el final de la guerra.
Qué extraña belleza, qué rara belleza, despiden las páginas de este libro. En realidad la escritura de Weil. Qué enfebrecida serenidad. Sus personajes viven en un permanente estado de tránsito, un estado que rara vez permite preguntas porque no hay espacio para ellas en esos cuerpos devorados por esa estrella amarilla que les absorbe la sangre poco a poco hasta que convertirlos en un número. Es imposible escapar a esa escritura en blanco y negro, llena de emociones, de sensaciones recuperadas. No es triste, aunque todo lo que trate lo sea. Frente al absurdo, frente a la destrucción, queda sonreír, de alguna manera. Frente a todo ese mundo que se pudre, asustado, lleno de traiciones, solo queda buscar aquellas pocas cosas que valen la pena, reducido a lo esencial. Y son tan pocas… Sin recuerdos, sin futuro, en un presente continúo, Josef Roubíček cruza las estaciones. Hasta encontrarse.
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