Mendelssohn en el tejado, de Jiří Weil (Impedimenta) Traducción de Diana Bass | por Juan Jiménez García

Jiří Weil | Mendelssohn en el tejado

Jiří Weil nació un verano, cuando el siglo empezaba, y murió un invierno, cuando ya lo había visto todo (o seguramente eso debía pensar). En todo caso, demasiado. Ese es también el recorrido de esta novela en la que trabajó muchos años, Mendelssohn en el tejado. El espacio que queda entre una triste calidez y el frío más descarnado. Jiří Weil formó parte de Devětsil, el grupo fundamental de la vanguardia checa en aquellos años en los que todo estaba por descubrir en su recién estrenada libertad como país. Allí se encontraron escritores de la talla de Karel Teige (líder de los surrealistas del país), Jaroslav Seifert, Vítězslav Nezval o Vladislav Vančura, entre otros tantos y otras tantas disciplinas artísticas. Weil fue judío y comunista, y por todo ello fue perseguido, por nazis y comunistas.

Mendelssohn en el tejado empieza con una anécdota que podría parecer trivial. Estamos en los años del Protectorado alemán sobre Checoslovaquia, en los años de Reinhard Heydrich, uno de los más terribles jerarcas nazis, que además de ser el Protector adjunto de Bohemia y Moravia se escondía tras la “solución final” que debía acabar con todos los judíos. Un día, a la salida del teatro, descubre furioso que en la azotea, entre las estatuas de otros músicos, está la de un judío: Mendelssohn. Hay que acabar con ella. A partir de ahí, se pondrá en marcha toda la maquinaria del Estado, entre nazis y colaboradores, entre gente que estaba por ahí y gente que intentaba salvar los restos de algo (sin saber que nada se salvaría porque todo estaba destinado a ser destruido).

Todos tienen un papel en ese mundo y Weil construye una obra coral en la que los personajes atraviesan el drama de cada día con el nazismo del fondo mientras pasan esos años temibles. Ya no es solo vivir bajo una red monstruosa, basada en el desprecio por la vida de los otros y por un impulso activo en su destrucción, sino el lugar de los checos en esa tragedia. Sobrevivir pasa demasiado a menudo por colaborar, por formar parte de esos crímenes, a veces en la esperanza vana de que el sacrificio de unos asegure el futuro de otros. Para Weil, el mundo que abandonaban esos trenes que se dirigían a los campos de exterminio (tal vez no conocidos, pero sí presentidos) era un mundo muerto.

Entre el superhombre (los nazis) y lo infrahumano (los demás) se abre un abismo, un paisaje apocalíptico lleno de escombros. Los escombros de una Alemania en retirada, con sus ciudades destruidas por los bombardeos aliados, con el ánimo quebrado desde Stalingrado. Pero allí, en Praga, todo es lejano y continúan atravesando la irrealidad de los días. Cada personaje tiene su historia, una vida precaria llena de invisibles alambradas, de caminar sobre el hielo.

Weil compartió la experiencia de alguno de sus personajes (estuvo en el Consejo Judío), hasta que un día simuló su suicidio y pasó a formar parte de la resistencia. Su novela podría ser todos esos sentimientos encontrados en aquellos años o una mirada al abismo en el que cayeron todos. Una mirada amarga que no renuncia a la ironía, tal vez porque como dice en algún lado, el mundo sigue, aun con todo, y la gente pretende hacer las mismas cosas, que se reducen a intentar vivir. Desesperadamente, pero vivir.

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