Berlín. Ciudad de luz, de Jason Lutes (Astiberri) Traducción de Óscar Palmer | por Óscar Brox
Al comienzo de Berlín, ciudad de luz, una locomotora avanza por la Alemania rural en dirección a Berlín. El tren, símbolo de una modernidad empeñada en estrechar distancias entre los terrenos y conectarlos en un mismo territorio, funciona como un negro presagio de lo que está por venir; en su interior, Hitler ultima su ascenso definitivo a un poder que sumirá a Europa en el terror. En este último capítulo de su novela gráfica, Jason Lutes expone los últimos instantes del final de una época. La república de Weimar está al borde de su desaparición. De ahí, pues, la extraña calma que destilan sus viñetas, en las que el detalle con el que describe el costumbrismo de la sociedad alemana, cada vez más dividida por la cuestión racial y las diferencias económicas, se ve paulatinamente empañado por la inquietud que provoca ese cambio histórico. Por la incertidumbre y el miedo que se filtra poco a poco en sus personajes, como ese Kurt Severing, periodista, perdido en una ciudad, en una situación, que le exige tomar una decisión que no sabe si podrá llevar a cabo.
En el Berlín de Lutes se entrecruzan varias historias que, en una suerte de escala, muestran la progresiva decadencia de la República de Weimar y sus consecuencias sobre el pueblo alemán. De un lado, la adolescente Sylvia, que huye de las simpatías familiares hacia la causa hitleriana para pelear desde lo más bajo. Una Sylvia que, sin embargo, solo encuentra comprensión en la calle, entre los parias y miserables que tratan de oponer resistencia a la trituradora antisemita. Una Sylvia que, paradójicamente, no haya ese reconocimiento en el seno de su familia de adopción, judíos que tarde o temprano tendrán que elegir entre el exilio o la deportación forzosa a los campos. Lo interesante es cómo Lutes se limita a explorar las situaciones sin poner demasiado el acento, permitiendo que los dramas individuales, la dificultad de los diferentes estratos de la sociedad alemana para encajar en un mismo molde, ofrezcan la medida exacta de ese drama que está a punto de estallar. Contra el que nada se puede hacer. Tan solo, como el propio autor parece indicar, acompañarlo silenciosamente hasta el último momento.
En otra parte de la ciudad, Marthe y Anna viven un amor clandestino, marcado por la persecución contra homosexuales y lesbianas y los débiles conatos de movimientos sufragistas para aupar a la mujer hacia una posición políticamente visible. Algo imposible, a medida que se acerca la llegada de Hitler y se intensifica el clima de violencia, represión y orgullo de raza. En el que cada ciudadano parece expuesto a la obligación de dar cuenta, ante cualquiera, de todos sus secretos. De todo lo que, en adelante, será prohibido y perseguido como diferente.
De alguna manera, esta tercera parte de Berlín relata el preciso momento en el que las vidas de sus protagonistas se detienen congeladas ante una decisión que no pueden retrasar. Por eso, la deriva melancólica que persigue a la figura de Severing describe ese estado de ánimo, entre sonámbulo y frágil, que atenazó a todos aquellos ciudadanos alemanas que no pudieron oponer suficiente resistencia ante lo que se avecinaba. Tan solo, esa resistencia interior que se tradujo, según el caso, en la clandestinidad, el exilio forzoso o el suicidio. Algo, por cierto, que Lutes pone en evidencia a través de pequeños gestos. Irónicamente, resulta más violento ese monólogo del editor von Ossetzky antes de ingresar en prisión (que solo abandonaría para morir en un campo) que la violencia callejera entre facciones de diferentes partidos. Resulta más terrible el gesto de resignación de Severing cuando rechaza unirse a un partido que la tranquilidad con la que el pueblo alemán más llano gasta sus últimas horas antes de claudicar ante el régimen de Hitler. En definitiva, resulta verdaderamente dramático cómo Lutes expone que la verdad del periodismo o la belleza del arte, recogida en sus protagonistas principales, no puede hacer frente al enorme poder de seducción que ha embestido fatalmente a la República de Weimar. Y ante eso, en fin, solo cabe elegir un final.
Mientras Marthe escoge, a la fuerza, regresar a su vida rural, dejando atrás a Anna, a Severing y a todas aquellas promesas de una vida cultural plena que le condujeron hasta Berlín, el resto de personajes aguarda con tensión la llegada de esa última viñeta. Una vez fracturada la familia, institución que no puede dejar de enseñar su fragilidad a través de la historia de Sylvia; una vez liquidada la disidencia política; una vez forzado el exilio de una comunidad judía que será brutalmente expoliada y asesinada en masa; solo queda el silencio. Esa imagen terrorífica que muestra a Severing detenido sobre el aparador de un tienda en la que se vende una pistola, presagio de las derrotas que alimentarán, desgraciadamente, la maquinaria hitleriana.
La culminación de este proyecto artístico de Jason Lutes ha tardado dos décadas. Y, sin embargo, uno lee (y observa) en este tercer libro la misma potencia, la misma meticulosidad y precisión que en sus dos entregas previas. La sensación de saber cómo trasladar a las viñetas las palabras de Döblin, la instancia moral de Brecht y los trazos de Grosz, las instantáneas de un Berlín a punto de sucumbir y los rostros preocupados de aquellos que asistieron a su eclipse. Que el autor elija a modo de cierre un montaje que muestra la evolución de Postdamer Platz desde sus ruinas hasta su imagen actual no deja de suponer una elegante reflexión sobre el destino de la memoria y sobre las ruinas de una sociedad que sirve como argamasa para la construcción de su futuro. Mientras el tren de Hitler llega a Berlín, otros tantos parten con destino incierto. Y ese, precisamente, es el que escoge Lutes. El mismo con el que se despide, en un inolvidable paseo del personaje de Marthe, de un Berlín que en breve dejará de existir.