Cómo encontré al autor de mi necrológica, de Jaroslav Hašek (La Fuga) Traducción de Montse Tututsaus | por Juan Jiménez García

Jaroslav Hašek | Cómo encontré al autor de mi necrológica

Qué necesidad tenemos de Jaroslav Hašek… Incluso de su partido político. Lo necesitamos todo. Y entre ese todo, más soldados Švejk. Idiotas reveladores de la idiotez de los demás. Es decir, inocentes. Porque hoy en día la inocencia es como una cosa rara, como algún extraño mineral de esos por los que se sacrifican países. Pero no es que Švejk fuera todo un personaje, sino que no lo era menos Jaroslav Hašek. Anarquista, fundó un partido político. Cuando se puso a trabajar en una revista de animales, se dedicó a inventarlos sin previo aviso. Cuando su mujer le dejó se fue a vivir a un burdel. Alistado en el ejército austrohúngaro, acabó en la filas del ejército ruso. Al poco, el ejército ruso era el ejército bolchevique, y a él le fue bien. Cuando regresó a Praga, volvió con otra mujer. Y ni tan siquiera se había separado de la anterior. Murió a los treinta y nueve años y no se puede decir que perdiera el tiempo, convertido en un clásico de la literatura checa. Y ahora, gracias a una editorial como La Fuga, poco a poco van apareciendo sus relatos, encuentros fugaces pero intensos con aquel mundo, su mundo, lleno de personajes que podrían estar en las novelas de Bohumil Hrabal como podrían estar en otros tantos que le sucedieron. Palabristas, vividores, gente de la calle, de las tabernas, derrotados del mundo (pero, como Švejk, los verdaderos triunfadores). Él mismo. Porque en no pocos relatos (como en los de  Cómo encontré al autor de mi necrológica) él es su protagonista. Y aún por muy delirante que parezca aquello que cuenta, tenemos la sospecha de que es cierto. Que si no es cierto, podría ser cierto. Y que si no pudiera ser cierto, es admisible. Así todo.

Dos historias, dos conjuntos de historias, vertebran el libro. De la vieja droguería e Historias del vivero de Ražice. Vuelvo a Bohumil Hrabal. Cambiemos la droguería por una estación de tren. Al droguero por el jefe de estación. A nuestro aprendiz por el aprendiz Miloš Hrma. Al descarado Hubička por el descarado mancebo señor Tauben. Hay un cierto aire de familia y ese mismo humor amable, esa ironía praguense. De supervivientes a supervivientes. Y algo parecido a la felicidad. Podría hacer un ejercicio parecido con el guardia Jareš, en la segunda reunión de relatos (hay que tener en cuenta que Hašek solía publicar su obra en periódicos y por entregas). En realidad es un espíritu común, una manera de entender la vida (o de no entenderla, según los caso). Luego, también tenemos otros Švejk, como en la delirante Historia de la fusta negra, en la que vuelve a demostrar su capacidad para ridiculizar los vetustos mecanismos del Imperio Austrohúngaro, que, después de todo, no deja de ser la lógica perversa de las instituciones, ya sean policías o jueces.

Hašek tiene para todos. También para sí mismo. Desde su trabajo como escritor siempre mal pagado hasta aquellos que lo mataron en vida (varias veces, hasta llegar a escribir su necrológica), cuando debía andar por Rusia. Y por escribir, escribe hasta de su difunta alma. Nada le es ajeno y mucho menos una cierta alegría de vivir. De vivir en un mundo antiguo, cambiando perezosamente de siglo, hasta que lo despierten con bofetadas y bombas. Y muertos, muchos muertos. Pero esa es otra historia, que contaría aquel bravo soldado…


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