Mediterráneo descapotable, de Íñigo Domínguez (Libros del K.O.) | por Juan Jiménez García
A Íñigo Domínguez lo conocemos bien (y lo hemos leído vorazmente) por sus crónicas de Italia y, en especial, de la mafia (que ya editó Libros del K.O., como ahora edita este Mediterráneo descapotable). Quién sabe si como una prematura intuición sobre el lado oscuro de la vida, en el 2008 aprovechó esos meses en que los periódicos están dispuestos a las cosas más locas para llenar páginas veraniegas, y se fue a recorrer la costa mediterránea española en coche. En aquellos momentos España estaba ya con las primeras toses de una crisis inminente, y no era un mal momento para atravesar lo que a la postre (solo hay que remitirse a ese “unos años después” que cierra el libro) era la columna vertebral de la corrupción nacional (con permiso de Madrid, que también trabajó duro, y sin desmerecer al resto del país).
Recorrer esta costa mediterránea era cuestión, después de todo, de atravesar rotondas, a la sombra de las grúas y los rascacielos, entre campos de golf. Pero tanta rotonda horrible (algunas con memorables confluencias de calles), tanto rascacielos que no deja ver el sol y tanto campo de golf en lugares que ven la lluvia cuando sale en las noticias (esa afición tan española por el clima), debían tener una razón de ser que se nos escapaba (o tal vez no). El misterio, como dice el periodista y escritor, tal vez deberíamos buscarlo en los campos de naranjos. Y luego preguntando, porque después de todo, en esta país si hay algo son esas porteras de las novelas de Maigret, que cuando querías saber algo solo tenías que preguntarles, no hacía falta profundas investigaciones. Solo que aquí están en todos lados. Solo hace falta parar en cualquier sitio y preguntar al primero que pasa.
Por lo que creemos entender, visto el viaje, hay dos Españas, sí, que en este caso podría ser la España profunda e interior (que le tocará a otro recorrer) y la España hortera y extrovertida, exterior y periférica, pero no a la manera de las periferias de Pasolini, aunque igual si cambiamos descampados por terrenos por recalificar y chicos del arroyo por camareros y albañiles, sacamos un engendro bien parecido. No es que el país haya cambiado mucho (ahí están las películas de Alfredo Landa para recordárnoslo), solo que el cemento se lo ha comido todo y ya no estamos tan necesitados de suecas, sino más bien de alemanes. En ese paisaje apocalíptico pero bien organizado, donde todo da mal rollo pero te atienden bien, era cuestión de tiempo que llegara el fin del mundo. El fin del mundo llegó y nosotros estamos ahí. Aún.
El recorrido también sirve para recorrer un buen puñado de espacios que forman parte de la mitología ibérica (tipo Palomares, Ejido) y algunos santuarios de nuestra modernidad pasada de moda (Benidorm, Torremolinos, La Manga, Málaga,…), bien acompañados de nuevos engendros para nuevos tiempos en los que la estupidez evolucionó (una de las pocas cosas que lo hizo), como Marina D’Or. Podemos decir que se pasa mucha vergüenza ajena leyendo este libro, pero la actitud es pensar que somos finlandeses y que estamos leyendo sobre otro país que queda muy lejos y que es un cachondeo. La complicado es pensarlo desde Valencia, en un país tan dado a los superlativos, la capital mundial del “rostro como una piedra”.
En Mediterráneo descapotable hay mucho de lo que vimos y también mucho de lo que no llegamos a ver (lo dicho, los rascacielos nos ocultaban la visión del mundo). También el humor, que parece algo que nos hemos dado para ser capaces de soportar lo inaguantable. El viajero tiene el humor suficiente para que el paisaje sea otra cosa, una especie de teatrillo con monitos, lleno de lucecitas de colores y música ligera. En fin, algo frente a lo que suspirar. Al menos hasta que se acaban las crónicas de aquel verano del 2008 y llega un repaso por el presente (que avanza tan rápido que ya hasta este museo de los horrores se ha quedado desactualizado). Un presente en el que no quedó nada, más que la figura de la estatua de la libertad sepultada en la arena (pero aquí como no tenemos ni estatua ni apenas metros de arena, nos conformamos con cosas como El Algarrobico). Ya lo decían los alemanes con una sola palabra (nosotros necesitamos cuatro): melancolía por el futuro.