Sally, de Howard Fast (Navona) Traducción de José Luis Piquero | por Óscar Brox
Ya fuese con su nombre auténtico o escondido bajo el alias de E.V. Cunningham (la caza de brujas obligaba), Howard Fast hizo honor a su apellido con una ingente producción literaria. Novela barata, rápida y eficaz, de escritor con pitillo pegado en el labio y vaso de bourbon medio vacío. Obra de oficio, de las que miran al género con cariño a través de fórmulas básicas, estereotipos y giros de trama de 180º. Autor de estirpe, de los que se parapetaban tras el noir para retratar una realidad y un mundo, una alegoría de este último y una reflexión moral de su paisaje. Con un poco de nostalgia y otro poco de turbiedad, como en esas historias con final feliz en las que el dilema se encuentra en los medios para conseguirlo. La editorial Navona comenzó el año pasado con Sylvia la publicación de la serie de novelas con nombre de mujer que escribió Fast. Sally, la segunda entrega, añade una serie de matices a la peculiar visión de su autor.
Una de los elementos que caracterizaban a Sylvia era su forma de aprovechar las constantes del relato criminal para construir una narración más cercana al melodrama, en la que su autor introducía no pocos apuntes sobre su persecución ideológica. Sally es, en ese sentido, una novela más ligera, de línea más clara y relato sencillo. Fast arranca con fuerza al presentarnos a Sally Dillman, una joven maestra de provincias que, tras los resultados de un análisis, descubre que sufre de leucemia en un estado avanzado completamente incurable. Ante una revelación tan brutal, la muchacha urde un estrambótico final para su vida: venderlo todo, mudarse a Nueva York y pagar a un asesino a sueldo para que la mate cuando se encuentre en los últimos días de su enfermedad. Con un inicio tan huracanado, pura literatura pulp a la que su autor no hace asco alguno, Sally retuerce un poco más su premisa argumental al revelar que el diagnóstico que recibió su protagonista fue fruto de una confusión. Así, sabiendo que no va a morir de leucemia, a Sally le queda encontrar a su asesino antes de que aquel le dé caza.
Más allá de sus giros narrativos, la principal virtud de Sally se halla en la capacidad de Fast para describir una mentalidad, mucho menos inocente, a través de sus tiernos personajes protagonistas. Ayudada por un detective de origen puertorriqueño, Sally accede a investigar su caso para dar con el sicario contratado por ella misma para asesinarla. Y, salvo pequeñas pinceladas de suspense, Fast vuelve a explorar el género como si se tratase de un melodrama, con esa sensación de que sus personajes solo son capaces de sentir algo, de encontrar esas palabras vedadas en sus rutinarias costumbres, cuando se acercan al extremo. No en vano, lo que une a dos figuras como la joven maestra y el policía Frank Gonzalez es esa especie de vacío vital que parece marcar permanentemente sus pasos sobre la tierra. Gente vieja que ni siquiera sabe cómo agotar sus últimos años de juventud, sin casi determinación, que todavía no ha aprendido a decidir por sí misma si no es a partir de una instancia que domina sus vidas; en el caso de Frank está el peso de una tradición que se escenifica en las cómicas conversaciones telefónicas con su madre, y en Sally esa opresión rural que inconscientemente la lleva a planificar una huida hacia ninguna parte.
Si en Sylvia su autor describía la historia de amor entre un detective y una mujer misteriosa cuyo paso reconstruía a través de su investigación, en Sally será también otra pesquisa detectivesca la que unirá a sus personajes. Pesquisa, guerra de sexos y convencionalismos, y tabla de salvación para un par de náufragos perdidos en mitad de la gran ciudad. En la obra de Fast todo resulta exagerado, en ocasiones grotesco, como si fuese necesario colocar una lupa de aumento sobre cada palabra escrita. Y en verdad, parece decir Fast, lo es, pues solo a partir de esos brochazos descubrimos una cantidad de inconsistencias, de fracasos y desdichas, que pintan vívidamente la soledad de sus protagonistas. Como en un cuadro de Hopper, un relato de Cheever o una película sobre la incomunicación. Así, frente a una novela que desvelaba en la persecución de un pasado oculto las cicatrices de su autor tras la caza de brujas, se erige una narración en la que, esta vez, la persecución se produce sobre el presente. O su ausencia. Sobre ese vacío proyectado en la inmensa Nueva York, jungla de asfalto siempre lluviosa y autista, que su heroína patea en busca de un destino. De esa vida de provincias que la había matado. De esa nueva vida cuyo rastro ha encontrado y debe servirle para resucitar.
Fast, sin duda, fue un escritor de oficio, de los que sabían construir argumentos con escuadra y cartabón y sacar petróleo del manual de arquetipos. Sally es, pues, la clase de novela que pone en valor la ironía humanista de su autor y cómo, ante un relato tan convencional, se puede extraer una conclusión tan poco convencional. Aquí el príncipe azul, por el uniforme, ha de salvar a la princesa de sí misma, del asesino que ha contratado para liquidarla. Y en vez de trazar un retrato de esa especie de neurosis americana, capaz de pergeñar una trama tan desquiciada para perder y recuperar la vida, Fast se entrega al placer redentor que dos náufragos a la deriva encuentra tras conocerse al límite. Ironía brutal que enmarca un tiempo de aparente complicidad y sórdidas profundidades. Tiempo de retratos en negro en los que Howard Fast halló la posibilidad de un melodrama. O lo que es lo mismo: una manera de comprender su presente.