Tintin y el Arte-Alfa, de Hergé (Editorial juventud) Traducción de Concepción Zendrera | por Óscar Brox
Hace unos años, Philosophie magazine publicó un espléndido número dedicado íntegramente a glosar las relaciones entre la filosofía (también la etnología y el arte) y la obra de Hergé. En él se podía leer a Pierre Michon evocando ese delicioso momento de terror infantil con la viñeta de la momia de Rascar Capac en Las siete bolas de cristal, o a Michel Serres retratando al padre de Tintín como, prácticamente, un antropólogo de su tiempo. Precisamente, Serres era el más convencido de los participantes a la hora de afirmar en la personalidad creativa de Hergé una visión siempre moderna del medio. En constante evolución y desarrollo, lo que le llevaba a destruir las conquistas previamente conseguidas para alcanzar cotas más ambiciosas. A esa conclusión llegaba a través de los borradores de Tintín y el arte-alfa, el último rastro de la obra de Hergé que Editorial Juventud reedita en estos momentos.
En efecto, las últimas aventuras de Tintín recogen, aún hoy, un aire de experimentación continuo, ya sea mediante una planificación de la trama casi hitchcockiana (en Las joyas de la Castafiore), por su capacidad para absorber un espacio metafísico a través de la viñeta (la nieve de Tintín en el Tíbet) o, en fin, por su modernidad. En breve, cuando de niños leíamos Vuelo 714 para Sidney fascinados por una historia menos clara, menos ligera, casi alucinada para tratarse del mismo Tintín de las aventuras coloniales de los primeros álbumes. El arte-alfa, en este sentido, brindaba la posibilidad de unir relato y fondo en un mismo cuerpo; una meditación sobre el arte contemporáneo a través de una trama de falsificaciones y asesinatos (lo cual, volviendo a la filosofía, permitía establecer no pocos puntos de contacto con los textos de Walter Benjamin). Algo que se intuye en el texto incompleto, a ratos solo abocetado, de Hergé. En esa madurez que llama a una depuración todavía mayor de la línea clara, a un ejercicio de síntesis de temas, personajes y situaciones.
Tal vez, para Hergé el arte-alfa significaba alcanzar el grado más elemental de la narración a través de viñetas. Lo que, una vez más, podría identificarse con la puesta en escena del Hitchcock de la época de Topaz; siempre sugerente, trufado de metonimias y apuntes sobre el temperamento artístico de la época. De ahí que su historia, como tantas otras, nos remita a la finca de Moulinsart, la Ítaca del Capitán Haddock, a las confusiones y despistes de Tornasol o la Castafiore, a esa voz telefónica que siempre pregunta por la Carnicería Sanzot o al valor de Milú como personaje vicario que atiende al desarrollo de la acción sin que, aparentemente, los humanos reparen en ello. Y, sin embargo, aquí Haddock aparece como coleccionista de arte, en esa pequeña sátira bufonesca a propósito de las corrientes modernas; Tintín es, casi, un ideal que se inmiscuye en la acción para hacer saltar los resortes del engaño sufrido; y el ambiente de la obra es, acaso, cada vez más maduro. Reflexivo. Final.
Para muchos, la patria potestad de la infancia le corresponde a los álbumes de Tintín. A esas viñetas únicas grabadas a fuego en la memoria (para quien esto escribe, bastaría cualquier imagen sacada del díptico Los cigarros del faraón/El loto azul). Viñetas en las que Hergé no dejó de experimentar, de buscar nuevas formas de narrar en un proceso de depuración estilística constante. En el que, asimismo, volcó no pocas obsesiones biográficas (como describe la ansiedad de Tintín en el Tíbet ante la ausencia del amigo desaparecido). Pero que, ante todo, constituye un corpus animado de lo que fue parte de la Historia del cómic del siglo pasado. En esa Historia, el arte-alfa es solo un esbozo, una tentativa, luz para iluminar una reflexión que no llegó a culminar. Una visión integral del arte contemporáneo me atrevería a decir que tan rotunda como, por ejemplo, los Cuadros para una exposición de Osamu Tezuka. En la que, más que nunca, Hergé trataba de capturar el tiempo a través de su lápiz. Todo el vértigo de las nuevas olas en cada viñeta. Bajo esa sensación, siempre dulce y a la vez engañosa, de que en Moulinsart nunca pasan los años.
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