El Diario (1837-1861), de Henry David Thoreau (Capitán Swing) | por Francisca Pageo
Cuesta creer y asimilar cómo alguien puede amar tanto la naturaleza, tanto que se adentra en ella y la hace suya, propia, casi digna de la vida de un animal silvestre que crece, se entremezcla y se diluye con ella. Así es la vida que Henry David Thoreau nos relata en sus diarios, los cuales abarcan desde el 22 de Octubre de 1837 hasta el 2 Septiembre de 1861. En ellos, Thoreau nos habla de los bosques, lagos, riachuelos, árboles y animales. Nos los describe, y como él mismo dice: “¿No podría llamarse mi Diario «Cuaderno de campo»?”. Sus diarios se convierten en una enciclopedia llena de colores, de formas naturales, de atardeceres y amaneceres, de sabores frutales, de cantos y clases de pájaros, de sensaciones térmicas, de anécdotas propias de un hombre y gente rural.
Para él se convierte en esencial que el hombre (se) busque, que investigue, que se apasione por lo que le es más cercano, que se deje llevar por lo que hace vibrar a nuestra imaginación; por lo que, en esencia, nos adentra en otro mundo que hallamos fuera pero en el que nos ubicamos dentro. Para él lo más importante es que el hombre busque en la experiencia y que encuentre significado en lo que tiene alrededor. Que aprecie lo poético de lo que nos viene y sucede. Que aprenda que la vida es un ciclo, pues viene la primavera y para llegar a la próxima tiene que desprenderse y dejar caer lo que ya no tiene vida al sol ni color chillón. Es todo eso lo que nos hace existir, el aprender de cada circunstancia, cada cosa que vemos y observamos, o cada discurso u opinión de las personas con las que tratamos.
Si desde fuera podía tenérsele por un hombre de carácter frío, aquí se le aprecia como a una persona preocupada. Donde las personas tienen miedo, se sienten solas y abandonadas, él halla poesía, vida, energía y calor. Thoreau se preocupa por el valor de lo que es natural, de lo bello, de la interioridad del hombre y de sus pasiones. Nos habla de ello de una manera espontánea y franca, sin rodeos, permitiendo que las palabras resuenen en nuestra percepción.
En estas páginas, Thoreau es cálido con la vida, pues nos la enseña como algo inimitable y que no puede encontrarse en las palabras, sino en un sonido, una forma, una sensación o un tinte de color. Sin embargo, y a pesar de ello, él nos la describe detallada y poéticamente, nos hace imaginarnos en plena naturaleza y sentirnos partícipes de ella. El hombre, como las plantas, va creciendo, educándose con cada etapa que vive, creando vida, hasta que al final, como una flor, se marchita y deja que la naturaleza siga con su cometido.
Nosotros, que vivimos en pueblos o en ciudades, vemos la naturaleza como algo salvaje, ajeno, algo que está ahí, que siempre ha estado ahí, a lo que nos acercamos de puntillas y mirándolo de refilón. Pese a ello, leemos a Thoreau, sus diarios, y nos hace meternos en ella sin que nos demos cuenta, embaucándonos de tal manera que nuestra imaginación se apodera de sus palabras y nos hace pisar hojas secas mientras escuchamos un riachuelo correr; quizás veamos a un colibrí coloreando nuestra mirada, invitándola a recorrer estas páginas con avidez, hasta que al final, nuestra mente deja de fantasear y nos hace reflexionar sobre la existencia del mundo rústico y agreste así como sobre nuestra propia y misma naturaleza. Así, nos hace sentir mucho más integrados con nuestro ser y con lo que somos, animales pero asimismo humanos.