Bajo el techo que se desmorona, de Goran Petrovic (Sexto piso) | por Francisca Pageo

Bajo el techo que se desmorona | Goran Petrovic

Hace muchos años, en los 80, había un pequeño pueblecito serbio. En él, un cine llamado Sujteska. Alrededor del cine, un buen puñado de personajes. Y también animales. Bueno, solo uno, un loro. Bajo el techo que se desmorona es la historia de todo esto. Y, además, también la de mi abuelo.

Esta historia comienza con el Mesón El arado, que después pasaría a ser el Hotel Yugoslavija, al que acudiría la alta burguesía, hasta terminar convertido en el cine Sujteska. Son años duros en los que el comunismo reina en Serbia y la censura no pasa desapercibida en el entorno cinematográfico. Pero, de repente, algo ocurre: la proyección se corta, se encienden las luces y la señora que limpia nuestro cine protagonista comunica que el camarada Tito, el jefe de estado de Yugoslavia, ha muerto. A raíz de esto, Petrovic nos envolverá en las vidas de los personajes que en ese momento se hallan en el cine -ya sean estos meros espectadores como, también, el proyeccionista, el acomodador o el señor espía. A través de ellos conoceremos sus sentimientos, ocupaciones y pensamientos. Cada personaje nos hará ver la historia como la unión de un pueblo que fue sometido a un régimen de gran disciplina. Y tal vez por eso sea el cine el punto de encuentro de todos ellos, pues en él hallaban el paraíso, encontraban la ilusión de la vida.

Tal y como sucede en el cine, en la novela encontramos ficción, por supuesto, pero a través de ella también encontramos historia, la Historia del país en el que Petrovic ha vivido a lo largo de estos años; también la historia de la vida que toda persona podría vivir, sentir y experimentar.

«Y otra vez el operador del cine recibió la advertencia sobre qué películas eran aceptables y cuáles estaban prohibidas. Y otra vez hubo fusilamientos.» ¿Cómo no recordar con esto a mi abuelo? Porque él trabajaba en un cine, en un pequeño pueblo del sur de la España franquista. Él era proyeccionista y cortaba y cortaba metraje como el señor Prohaska. Recuerdo las historias que mi padre contaba sobre él, sobre mi abuelo y el cine, pues mi padre también trabajaba allí. Le ayudaba y repartía pipas. Cómo no relacionarlo cuando, aunque un país fuera comunista y otro franquista, en el fondo casi todo se censuraba, se prohibía, se aniquilaba.

Queda la esperanza de, como en el libro, tener un pájaro, exactamente, un loro. Un loro que se negaba a hablar y que, de hecho, se llama Democracia.  ¿No es quizás esto el símbolo principal que podemos encontrar, tanto en el libro como en la humanidad? El pájaro nos da alas, los pájaros vuelan en libertad, pero aquí nos hallamos ante un loro. Un loro que, pese a llamarse Democracia, saber que es un pájaro y que puede volar siempre que le plazca, está viviendo ahí, en esa fecha, en ese lugar, en esa historia. Y no habla. Se niega. Y como él nos negamos, nos autocensuramos por las cosas en las que nos toca vivir. Pero, a la vez, los personajes nos hacen ver que sigue quedando esperanza, que el loro todavía puede hablar. Para ello debemos sumergirnos en la historia y la ficción, en las metáforas y en la lírica. Aprender que cada personaje, cada lugar, cada país, tiene su alma, pero no por ello deja de estar unida a la universalidad de las emociones, sentimientos y pensamientos que cualquier otro ser humano podría tener en el mundo.


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