Maigret duda, de Georges Simenon (Anagrama, Acantilado) Traducción de Caridad Martínez | por Juan Jiménez García

Georges Simenon | El fondo de la botella

Entre las nuevas ediciones de Georges Simenon, esta vez de la mano de Anagrama y Acantilado, encontramos un Maigret, Maigret duda. Una obra de su última época, escrita en enero de 1968, cuando el ciclo novelístico acaba en 1972. Hay algo en esta obra que nos remite a esos universos cerrados tan franceses (no podemos olvidar, leyéndola, las películas de Claude Chabrol), ambientes propicios para el crimen, esos lugares de un ruidoso silencio. Silencios llenos de rencores, de cuentas por saldar o, simplemente de viejas historias que esperan su momento para convertirse en un caso criminal más. Y ese universo puede ser un pequeño pueblo de provincias o, como en este caso, la más alta burguesía, reducida a un único lujoso escenario en el que convergen diversas corrientes subterráneas.

La cosa empieza cuando Maigret recibe un anónimo. Y lo verdaderamente extraño del anónimo no es una próxima desgracia anunciada, sino que es una anónimo que no pretende serlo. Escrito en un lujoso papel de cartas, no tarda en llevarle hasta un abogado especializado en derecho mercantil. Un hombre pequeño, el señor Émile Parendon, obsesionado por el artículo 64 del Código Penal: «No cabe hablar de crimen ni delito cuando el acusado se hallaba en estado de demencia en el momento de la acción, o cuando le impelía una fuerza a la que fue incapaz de resistir». En la casa se encuentra con un pequeño microcosmos, entre los ayudantes del abogado y sus propia familia, entre su mujer, distante y distinguida, hija de otro famoso abogado, sus hijos, que se han dado los nombre de Bambi y Gus, como una forma de escapar a algo, su secretaria, la señorita Vague, con la que mantiene una intermitente relación y sus colaboradores, junto con el servicio, que incluye algún que otro personaje pintoresco.

Maigret tiene malos presentimientos. A un anónimo le sucede otro, y a ese, otro y una extraña llamada, y con cada uno de ellos una muerte más y más próxima. No como una amenaza sino en un intento desesperado de evitarla. La novela, las dudas del título, están ahí, siempre presentes. Hay algo que se escapa una y otra vez, como si las piezas se negaran a juntarse, a establecer una relación entre ellas, aunque esa relación exista, de un modo u otro. No es el ambiente decadente de esa vieja burguesía que hereda propiedades y rencores, en el que todos tienen sus razones para asesinar, sino más bien otro en el que se ignoran, en el que se soportan, más moderno, acorde a los nuevos tiempos, sin renunciar a los viejos vicios y estereotipos. Georges Simenon construye prácticamente toda la novela a partir de sus diálogos, porque es en esas conversaciones en el único lugar en el que entiende que puede fluir algo. En esa vida estancada, llena de repeticiones, de actos rituales, de afectos y desafectos construidos a lo largo del tiempo, solo esas conversaciones íntimas pueden desvelar razones y desencuentros. Pero será demasiado tarde. Porque en no pocas ocasiones, cualquier momento es demasiado tarde.


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